domingo, 28 de diciembre de 2008

LAS CARTAS DE SARA - IV

Amiga mía: Todavía no me repongo de la impresión que me causó el asalto que sufriste. El propio doctor Moreno me llamó para que atendiera a Dante y me dijo que usara libremente el teléfono. Me sentí más tranquila al escuchar tu voz que calmó ese desasosiego que me obnubila cuando peligra alguien que amo. El doctor Moreno (Maximiliano es su nombre; Max desde ahora para nosotras así no escribo tanto) salió discretamente y no volvió a su consultorio hasta después que hube hablado con vos. A pesar de su aire abstraído me preguntó si me sentía bien, ya que seguramente mi rostro traslucía la preocupación por lo sucedido. Fue tan cordial que le comenté el incidente y se alegró de que no hubiera sido más grave. Ya pasó a engrosar mi agenda de personas confiables, y vos sabés que salvo en cuestiones de amor, poco me equivoco en mis juicios. Aunque te fastidie, opino lo mismo que tu mamá y Dante. La sacaste barata. Los huesos tienen arreglo. ¿Te acordás de lo que opinamos acerca de las personas imprescindibles? Pensá... Imaginate que vas a disfrutar más tiempo de la compañía de tu novio, que tu mamá va a superar sus expectativas de gallina clueca (dejate atender sin pelear), que mis cartas van a amenizar tu recuperación, y sobre todo, que estás viva, que te queremos, que encontraste la mejor excusa para adelantar mi visita. Después de una semana volví al centro de Gantes y recorrí casi todo el pueblo en bicicleta. Di una vuelta por la plaza adonde convergen todas las arterias (Azul, Rojo, Verde, Amarillo, Blanco y Pardo), con la particularidad de que las aceras son de baldosas hexagonales con el mismo color de su calle. ¿No es la materialización de tus deseos de despistada? Representate una rueda de seis rayos con las gamas mencionadas y los tonos orientándote en cada diagonal. Las casas son de distinto estilo. Algunas de una planta, otras de dos. Todas tienen jardines muy bien cuidados y están dispuestas sobre amplios terrenos. Hasta las más pequeñas se ven suntuosas, y los autos estacionados fuera de las cocheras son modernos y costosos. Antenas de radio y parabólicas en casi todas las propiedades. Infiero que la gente de menores recursos vivirá en los suburbios, como los Biani. Esperaba encontrar niños y perros jugando afuera, pero no vi ninguno. La plaza está muy bien cuidada y en el centro hay una pérgola techada para espectáculos al aire libre. Es un placer sentarse en los bancos rodeada de árboles frondosos y arbustos florecidos. Tanta vegetación y ningún trino. La oficina de correos está sobre la calle amarilla ascendente (AA) y la escuela sobre la amarilla descendente (AD). La confitería sobre la roja ascendente (RA) el cine sobre la RD (¿captaste?). La iglesia sobre la VA, la municipalidad sobre la VD, el museo sobre la LA (si no adivinás te lo aclaro en la próxima), el edificio de bomberos sobre la LD, el teatro sobre la BA, un complejo comercial sobre la BD, un video club y disquería en la PA y la comisaría en la PD. Ese día había poca gente fuera de sus casas. Cuando me cruzaba con alguien, me miraban con cierta curiosidad y me saludaban. Supongo que recurrirán a la telefonista en averiguación de antecedentes. Como habíamos quedado con Francisco en encontrarnos a las 20 hs. en el video club, no tuve tiempo de recorrer los lugares que te mencioné. Volví el fin de semana y ya te voy a contar qué lugares y a quiénes conocí. Francisco llegó a las 19.30 hs. y eligió una película. Curioseando, vi el último CD de los Big Boys y recordé con cuánto fervor deseaba tenerlo Analía. Si vacilar, lo compré y lo hice envolver para regalo. Por una senda entre AD y PD, volvimos en poco tiempo a su casa. La bici, y conocer la geografía del pueblo, me llenaban de una sensación de libertad. Llegamos un rato antes de la cena y yo llamé a la huraña jovencita desde mi cuarto. Apareció con un gesto de fastidio. En ese momento recurrí a todos mis conocimientos de logística, estrategia, sicología juvenil y especialmente a mi instinto. Una sonrisa confiable, una mirada firme, un gesto cómplice al tenderle el brillante envoltorio. Lo tomó con reticencia. Le hice un gesto para que lo abriera y ¡si vieras qué lucha interior entre recibir el obsequio y aceptarme, o rechazarlo y mantener la distancia! ¡Big Boys ídolos, todo lo pueden! Para reforzar el ablande le dije que como a mí me ‘encantaaaba’ esa banda había imaginado que a ella le gustaría escucharlos y que si ya tenía esos temas podía cambiarlos por otros. La propuesta la sobresaltó (yo jugaba con ventaja porque había escuchado como ella le confiaba a Daniel su deseo de tener esta nueva grabación) y me dijo que gracias, que estaba perfecto y que lo tomaría como regalo de cumpleaños adelantado. Le pregunté cuándo sería y me contestó que a fin de mes. Y ¡sorpresa! Se interesó por mi cumpleaños, me dio un beso, y salió con una sonrisa feliz a escuchar inagotablemente el CD (los decibeles seguramente se deben a su generosa disposición para compartirlo con otros fans). Durante la cena me dirigió por primera vez la palabra y yo descubrí cuánto disfrutaba por estar en armonía con los tres hermanos. Creo que Mercedes y Antonio notaron el cambio de clima y parecían complacidos. Me vine a mi dormitorio con la sensación de haber obtenido un logro importante. Como tengo sueño y lo breve y bueno dos veces bueno (¿?), te deseo buenas noches, paciencia y bienestar. Sabés cuánto te quiero. No me des más sustos. Sara”.
-Esto pasó en la semana siguiente a la partida de Sara –dijo Rosa.- ¡Qué mal recuerdo, Nina! Si el mocoso hubiera sacado una navaja en lugar de empujarte…
-¡Pero no hizo más que empujarme, mamá! Yo caí con el pie doblado y sólo tuve un esguince –contestó para restarle importancia al incidente.
-Que te tuvo enyesada por veinticinco días. Eso de llamarme gallina clueca no me lo habías contado… –agregó con tonito de censura.
-Es una chanza de mi amiga, -dijo Nina riendo.- ¿Adónde se metió tu sentido del humor? Además, para ella que careció de cuidados maternos, esa comparación es un halago.
Rosa no parecía muy convencida, pero no siguió con el tema. En cambio, opinó:
-Se nota que Sara quería compartir esta etapa de su vida con vos, y aunque a veces se muestre vacilante, no parece nunca pedirte consejos.
-Ma, yo al lado de mi amiga tuve una vida privilegiada. Cuando murió su papá, quedó prácticamente huérfana de padre y madre. Su mamá se tiró en una cama y no volvió a levantarse. Y su enfermedad se llevó los mejores años de Sara y los ahorros del padre. A pesar de eso, le quedó tiempo para ser una hermana para mí. La vi llorar pero nunca abandonarse al sufrimiento. De dónde sacaba fuerzas, no sé…
-Vos también fuiste una amiga leal –certificó su madre.
-Sí. Pero entonces no me daba cuenta de su gran entereza. –Volviendo a la realidad:- Continúo antes de que amanezca.

domingo, 21 de diciembre de 2008

LAS CARTAS DE SARA - III

Nina: Hace una hora que acabo de cenar. Ya me bañé (prefiero quedarme un ratito más en la cama por la mañana) y ahora paso a contarte los últimos sucesos. (¿Sabés que Freud le escribió a su novia 1.500 cartas? Esto lo menciono porque te imagino rodeada de papeles y desesperada por tener que leerlos todos. YO no voy a escribirte ni la décima parte. Espero poder visitarte en poco tiempo). En primer lugar, ayer me levanté apenas sonó el despertador (si no lo hubiera puesto creo que hubiera dormido más tranquila, sin la horrible duda de si sonaría), me duché en el bañito de enfrente de mi cuarto (la bata que me regalaste el año pasado le encantó a Mercedes) y me vestí cuidadosamente antes de sentarme a desayunar. A esa hora ya estaban levantados Antonio, el dueño de casa, Francisco, el hijo mayor, y Analía, la hija del medio. Los chicos tienen 17 y 15 años respectivamente, según me informé mientras tomaba el mate cocido con leche. El más pequeño, Daniel, aún dormía (tiene 7 años y va a la escuela de tarde). Noté que la familia me observaba con curiosidad. Seguramente se preguntaban qué extraordinario acontecimiento habría empujado a una mujer de la ciudad a refugiarse en un lugar tan aislado. Ningún motivo romántico, por cierto. Cuando solicité indicaciones para llegar hasta mi lugar de trabajo, Francisco me aclaró que lo podía hacer de dos formas: mediante un ómnibus local que pasaba por la ruta cada media hora, o a través de una senda que nacía o moría (conforme se iba o se venía) en los fondos de la casa. Era una vía directa, de no más de cinco cuadras (¡de campo! según descubrí más tarde), que llegaba hasta la Clínica. Se ofreció para acompañarme para que aprendiera el camino y a las ocho y media partimos. Tendría que haber renunciado a seguir cuando los primeros ripios se guarecieron en mis zapatos. Cada tanto me paraba a devolverlos al camino, pero las medias ya habían sufrido las consecuencias. Después de cruzar la ruta, el pedregullo se convirtió en tierra. Debo confesar que el camino era espléndido, entre pinos fragantes y olmos imponentes que desflecaban al sol. Ya caminaba más confiada y apretando el paso para recuperarme de las detenciones, cuando miré mis zapatos. ¡Estaban blancos de tierra! Francisco, ante mi exclamación de disgusto, me aseguró que podría sacudirme el polvo apenas cruzáramos la carretera. Así que seguí caminando sin tregua. Pronto dejamos el bosquecillo atrás. Avisté el moderno edificio que se levantaba al otro lado de la ruta, rodeado de árboles y cortejado por enredaderas florecidas. No se parecía en nada a un hospital. La vereda de la entrada y el camino de acceso eran de lajas verdes que se fusionaban con el césped. Allí me detuve a limpiar mis zapatos y a componerme para el primer contacto. Me acerqué a la puerta de ingreso que se abrió en forma automática y me dirigí hacia una ventanilla para identificarme y preguntar por el doctor Moreno con el cual había tratado mi puesto. La empleada me miró, me evaluó, y luego habló por teléfono. Me indicó que siguiera por el pasillo y esperara a ser llamada desde el consultorio número cinco. Mientras caminaba, me vi reflejada en un espejo. Me acomodé el traje, el pelo, (las medias no tenían remedio), y seguí hasta el lugar indicado. Aguardé sentada en un confortable sillón tratando de apaciguar el torbellino de ideas. ¿Cómo sería este nuevo empleador? ¿Respetaría lo acordado verbalmente? ¿Podría desarrollar mi trabajo en libertad y confianza? ¿Tendría buenos modales? La puerta del consultorio se abrió y un hombre de apariencia joven me indicó que pasara. Era el doctor Moreno. Para resumir: me dio carta blanca para organizar todos los aspectos administrativos y contables de la clínica siempre que no le planteara a él ningún ´fastidioso asunto de papeles’ (sic). Tendría la colaboración de todo el personal para orientarme en los primeros tiempos y aquí fue donde me aclaró cuánto y cómo sería la modalidad de pago. Creo que la entrevista duró tan poco como la paciencia del doctor. Me derivó a su secretaria y mientras la instruía para que se pusiera a mi disposición, me dio un veloz apretón de manos y desapareció. Espero que no haga lo mismo con sus pacientes. Carolina –la secretaria- es una mujer joven y agraciada. Me precedió hasta una oficina interna con vista al parque trasero. Muy luminosa, con una vista soberbia, y absolutamente desordenada. Me dijo que hacía más de un año que no se actualizaban los archivos, que había papelería pendiente de despacho, que sólo se había gestionado lo imprescindible. Mientras mis ojos sobrevolaban el caos, mi estómago se contraía invadido por una primitiva sensación de impotencia. Aspiré con fuerza y le pedí a Carolina que me indicara las categorías de formularios, libros y documentos que allí se manejaban. Tomé nota cuidadosamente y apunté descongestionar el escritorio para hacer uso de la PC. Cuando hube estrujado toda su información, le agradecí y le manifesté que podía quedarme sola y que si la necesitara, la llamaría. Comencé a separar papeles y a guardarlos según similares. Carolina, alrededor de las trece, me escoltó hasta el comedor y me presentó a otros integrantes de la clínica. El almuerzo consistió en pollo a la parrilla con guarnición de verduras crudas y cocidas, frutas y gaseosas o agua mineral. Me aclaró que podía pedir café si lo deseaba, o esperar hasta más tarde cuando Juanita, la empleada de limpieza, lo distribuyera. Opté por lo último. Volví a mi oficina (apenas ordenada, ya sentía haberle impreso mi sello) y proseguí con la tarea de higiene. A las dieciséis, Juanita trajo el café y nos conocimos. Vos sabés cual es mi concepto acerca del personal de maestranza. A los diez minutos me contó la historia de su vida e hizo ingentes esfuerzos por enterarse de la mía. Yo le respondí a todo sin decirle nada y la incorporé a mi lista de ‘buenas relaciones’. A las dieciocho volvió para avisarme que era el horario de salida. Antes de irme y cerrar la puerta, eché una mirada satisfecha a mi alrededor. Le había dado la primera lección de esperanto a esa torre de babel. En el pasillo me crucé con Carolina que me saludó cordialmente (imagino su alivio por no haber sido molestada) y rebasé la puerta automática pensando en cómo volvería a la casa. Afuera me esperaban dos sorpresas: Francisco y Daniel. El más chico de los Biani es un gordito agradable y perspicaz. Diría que el más sagaz de la familia. Regresamos caminando por la misma senda, mientras charlábamos animadamente. Daniel quedó deslumbrado por mis conocimientos de computación, mi cinturón negro de judo y mi pasión por los relatos de terror, que comparte. Estos temas fueron apareciendo en ese orden. El primero y el segundo, exhortados por la andanada de preguntas del chico, cuya locuacidad contrasta con la moderación del hermano mayor. Y el tercero, convocado por el ocaso. El bosque luminoso de la mañana se apaga. Los árboles se condensan con las sombras crecientes y los sonidos se hacen inquietantes. ¿Qué mejor recurso que hablar del miedo para ahuyentarlo? Te confieso que me confortó divisar las luces traseras de la vivienda. Francisco me mencionó en ese momento la conveniencia de tener una bicicleta para mis futuros traslados. Me aseguró que podía conseguirme alguna prestada. ¿No dirías que percibió mis temores? Tanto Mercedes como Antonio parecieron satisfechos cuando les aseguré que efectivamente trabajaría en la clínica y seguiría hospedándome en la casa. Sólo Analía se mostraba un tanto reticente. Estimé que estaba un poco celosa. Resolví usar alguna estrategia para romper el hielo. A las veinte y treinta me llamaron a cenar. Comimos pescado y verduras al vapor. No estuvo mal. Lo mejor, el budín de pan casero. Me excusé prontamente para venir a mi cuarto, y ahora, sin excusas, me despido con un beso de vos. ¡Llamame! Sara”.
Madre e hija se miraron.
-¡Normal! –dijeron al unísono. Nina la colocó sobre la carpeta y tomó la siguiente. Un estruendoso fogonazo las sobresaltó. Rosa inspeccionó el cierre de la ventana y separó las cortinas para mirar hacia el exterior.
-Llueve torrencialmente. ¿Viajarán con esta tormenta?
-Mami, faltan dos días hasta el lunes. Habrá un sol que rajará la tierra y echaremos de menos la tormenta –acotó Nina pacientemente.
-Si yo soy dramática, vos pecás de fantasiosa. Espero que tu pronóstico se cumpla mejor que el del Servicio Meteorológico. -Volvió a sentarse en la butaca y la exhortó:- seguí leyendo que por ahora no encuentro nada extraño.

domingo, 14 de diciembre de 2008

LAS CARTAS DE SARA - II

Querida Nina: recién acabo de acomodarme en el cuarto y te escribo para exorcizar las sensaciones de soledad y de temor que me acosan. ¿No es un castigo estar tan lejos y pertenecer a una clase media despojada que no puede darse el lujo de pagar unas horas de chat por Internet? Pero nunca me voy a arrepentir de haber desenmascarado al grotesco personaje que me dejó sin empleo y casi en la indigencia. Aún valiendo más su palabra que la mía, cuando estoy conmigo misma no tengo nada que reprocharme; y él, en soledad, no podrá sostener la mentira que fraguó para despedirme sin indemnización. Pero el peor daño que me infligió fue el de arrojarme a una realidad sin muchas alternativas. Con más de treinta años -aunque no los aparente- las oportunidades de trabajo en la ciudad son ínfimas. Y he aquí que, pese a tu generoso ofrecimiento, me tenés en este perdido pueblecito rural para comenzar una nueva etapa. Mañana tengo que presentarme en la clínica para hacerme cargo de la administración. ¡Suerte que en algunos lugares todavía necesitan encargados con experiencia! Aunque sea en Gantes y a cuatrocientos kilómetros de la ciudad. Por cierto, ¿no fue bastante providencial que cayera en mis manos un aviso publicado hace tantos meses atrás? Y que yo me decidiera llamar y que aún estuviese el puesto vacante.
Dada mi situación financiera, no puedo alquilar una vivienda propia, de modo que, cuando bajé en la estación, pregunté y me enviaron a la casa de los Biani, donde “seguramente me darían alojamiento”. Tienen una casa austera pero amplia que, sin dudas, vivió épocas de esplendor. Diría que es una familia venida a menos y mi llegada, junto con la renta, fue bien acogida. Es posible que hayan recibido algún aviso, porque Mercedes, la dueña de casa, me condujo prontamente hacia una habitación trasera, que tenía la cama tendida con sábanas limpias, una mesita y un sillón, sobre y desde donde te escribo. Es curioso, Nina; a medida que me comunico con vos afloja la angustia. No quiero que te perturbes con esta carta. Vos me conocés bien y sabés que voy a sacudir mis plumas y reponerme antes de lo que cante un gallo (valga la redundancia plumífera). Como el ómnibus se atrasó llegué tarde y decliné el ofrecimiento de cenar. Había comido algo y realmente no tenía hambre. Así que me acomodé en el cuarto y, por cábala, solamente saqué de la valija la ropa que me pondré mañana. ¿Cuándo me sentí tan insegura por última vez? Ni siquiera cuando apreté el botón de manos libres para que todos escucharan las indecentes propuestas del mamarracho. Pero mañana... siento como si apostara mi vida a un solo número. ¿Y si no sale? En la próxima te cuento. PD. Como corresponde a un estado depresivo, sólo hablé de mí. Mandame un mail para saber que estás bien, lo mismo que ese forzudo novio que tenés. Y decile que no vale la pena que se despelleje los nudillos en semejante basura. Te quiero y extraño. ¡Que duermas bieen...! Sara.”
Nina sonrió. ¡Esa era su verdadera amiga! Optimista a pesar de los escollos que le presentaba la vida. Buscó una carpeta y acomodó la carta boca abajo. Así quedarían nuevamente ordenadas por fecha cuando las terminara de leer y listas para cualquier consulta posterior. Tomó la siguiente:
“¡Hola, Nina! :
Aunque no lo creas, aquí no llega Internet. Después de buscar infructuosamente un ciber, entré a la oficina de correos (lugar que me pareció el más indicado para averiguar por modernos medios de comunicación) y terminé comprando sobres, papel y estampillas. Descubrí también que dentro de la misma dependencia está instalada la central telefónica y, como en los viejos tiempos, la atiende una telefonista que se entretiene escuchando las conversaciones de todo el pueblo. Por eso, te mando el número de teléfono de los Biani (06617) y de la clínica (06622) - ofrecido amablemente por el doctor Moreno- por si querés transmitirme alguna urgencia o hablar de trivialidades, pero los detalles más importantes los reservo para la correspondencia. Sucintamente te cuento que ayer conocí al resto de la familia Biani, me presenté en la clínica, me enteré de que mi sueldo inicial sería de ¡novecientos pesos! sujeto a futuros reajustes (¿no es fantástico después de soportar tantos agravios por quinientos pesos?...), me relacioné con algunos compañeros de trabajo y me hice cargo del puesto que me aguardaba.
Estoy escribiendo sobre un incómodo estante voladizo y ya termino, pero te prometo que esta noche voy a ser mucho más locuaz. ¡Tengo mil cosas que contarte! Por ejemplo, que al salir hoy de la clínica estaba esperándome Francisco, el hijo mayor de mis anfitriones, con la bicicleta que me había prometido para facilitar mi traslado al pueblo. Él en su bici y yo en la mía, pedaleamos por una senda ciclista al costado de la ruta hasta dar con una calle que termina en el centro mismo del municipio. El ejercicio me sentó de maravillas y, ni bien despache la carta, voy a dar unas vueltas de reconocimiento hasta encontrarme de nuevo con Francisco para volver a la casa. Llamame si podés. Una voz querida me falta aunque los sucesos se estén dando favorablemente. Un beso de Sara.
Hasta aquí todo normal, se dijo Nina. Una sucesión de hechos cotidianos donde lo extraño era estar en un lugar remoto donde los adelantos de la civilización no llegaban. Pero ella sabía que no era el único. De vez en cuando leía en el diario que alguna comarca rural se había beneficiado con el cableado que la uniría a la red. Estaba a punto de leer la tercera cuando sintió unos discretos golpes en la puerta de su habitación.
-Pasá, mami –dijo en voz alta.
-¿No ibas a acostarte? –hizo la pregunta mientras entraba.
-Sí. Pero me puse a releer las cartas de Sara. En alguna tiene que haber una pista que me aclare el porqué de su silencio –miró a su madre con aire contrito:- Yo sé que ni Dante ni vos comparten mis aprensiones, pero ¡te digo, mami! Si Sara no volvió a escribir, es porque pasa algo. Este silencio es un pedido de ayuda y no lo voy a desoír.
-Espero que estés equivocada, querida. ¿Por qué no pensar que está en pleno romance con ese médico y el tiempo le pasa sin darse cuenta?
-Si es así, tiene mi bendición y yo comprobaré personalmente su felicidad –sacudió la cabeza negativamente.- ¡Yo la conozco a Sara! En ese caso, más razones para compartir la situación con su amiga. No, mami, tengo el presentimiento de que me oculta algo, y si lo hace, es por no involucrarme en ese algo. Sólo estaré tranquila cuando la vea.
-Me das miedo con estos supuestos, Nina. ¿Y qué hay si cometió un error y se relacionó con gente inadecuada? ¿Qué sabés con quiénes te vas a encontrar en ese lugar olvidado de la mano de Dios? ¿Y si te pasa algo? ¿Cómo voy a enterarme? –las palabras se atropellaban en la boca de Rosa.
-¿Ves, mamá, por qué no puedo compartir ninguna inquietud con vos? Lo dramatizás todo. Soy una persona adulta y perspicaz. Me manejaré con prudencia y además voy con Dante y llevo mi celular.
-Que vaya a saber si ahí funciona. Hace una semana que no te podés comunicar con Sara.
-Ella no tiene celu, depende de la central telefónica. Y si hubo alguna tormenta es posible que la haya inutilizado. –Se levantó de la silla giratoria y abrazó a su madre:- ¡Quedate tranquila, mamá Rosa! Volveré sana y salva. Con Sara, si no se quiere quedar, o sin ella si me aseguro de que no corre ningún riesgo.
Rosa se separó suavemente de su hija y se sentó en la butaca contigua al escritorio. Le hizo un gesto a Nina y dijo:
-¡Adelante! Leé las cartas en voz alta que a lo mejor esta tonta madre tuya te pueda ayudar.
La joven lanzó una carcajada. Sin acotar nada, pasó a la tercera misiva.

domingo, 7 de diciembre de 2008

LAS CARTAS DE SARA - I

Sólo escuchaba el ruido del agua que golpeaba con furia el viejo muelle de madera. Escrutó la oscuridad intentando distinguir los contornos de la isla que los rayos perfilaban espaciadamente. La luz se había cortado hacía media hora, seguramente alguna usina fuera de servicio por la despreocupación de los gobernantes de turno. La confitería de la guardería de lanchas tenía un generador propio porque clientes importantes dejaban sus embarcaciones y no escatimaban gastos para proteger su propiedad. El camarero le había anticipado a Nina que pronto la energía sería totalmente utilizada en el brazo interior donde estaban amarradas las naves. Esperaba que Dante llegara antes de quedar totalmente a oscuras. El viento y los relámpagos arreciaron. Sostuvo la copa de trago largo antes de que una racha la volteara y disfrutó de las ráfagas que iban disipando la sofocante temperatura. Pensó que si lloviera antes de la llegada de su novio no correría a refugiarse en el salón. Estaba lleno de gente que había abandonado las mesas de la terraza en cuanto se anunció la tormenta. Estaría irrespirable. La palabra la llenó de congoja porque la asoció con esa nefasta sensación que la asaltaba cuando pensaba en Sara. ¿Cuánto hacía que dejó de escribirle? ¿Un mes? Ella se preocupó a la tercera semana porque no era la primera vez que se atrasaba. Esta inquietud no fue correspondida por su madre ni por Dante, que intentaron calmarla cuando no pudo comunicarse con la clínica ni con la familia donde se alojaba su amiga. ¿Y los mails? ¿Por qué no contestaba el correo si los teléfonos no funcionaban? Pero qué tonta, se dijo. Si el teléfono no funciona, mal podría recibir el correo electrónico. Estaba absolutamente decidida a viajar a Gantes si en el fin de semana no lograba conectarse con Sara. Con o sin la aprobación de su madre y su novio. Ya se imaginaba la respuesta de Dante: ¡pero Nina! ¡Abandonar mi trabajo cuando hace un mes que me ascendieron! ¡Y con tantos desempleados que están en fila para reemplazarme! Una mano fuerte le acarició el cuello que el viento dejaba sin la protección de su larga cabellera. Se volvió para recibir en plena boca el beso de Dante.
-¡Loquita! ¿Por qué no me esperaste adentro? Dos minutos más y tengo que rescatarte del río –le dijo mientras se sentaba en la silla de al lado.
Nina miró al fornido hombre que le sonreía y alargaba el brazo para delinear con delicadeza el contorno de su cara. ¡Ahora o nunca!, se dijo.
-Dante, si no tengo pronto noticias de Sara, me voy a Gantes.
-¿Y cuándo es pronto? Si se puede saber...
-El lunes –contestó con beligerancia porque entrevió un tonito irónico en la acotación.
Él se tomó un tiempo para responder. Aquí vienen los argumentos en contra, pensó Nina, dispuesta a enemistarse con el joven de ser preciso.
-Vamos a hacer una cosa –declaró Dante al fin.- Aunque recibas noticias, iremos a verla el lunes. Vos te quedarás tranquila y yo podré planificar mi ausencia. ¿Hecho?
Ahora tardó ella en responder, porque sólo tenía que decir que sí. Archivó todos los argumentos defensivos y se inclinó para abrazarlo. Dante la apretó contra él mientras reía tiernamente. Nina, acordonada por los brazos del hombre, se abandonó a la sensación de sosiego que la propuesta le brindaba. La lluvia se desplomó sobre ellos y los obligó a correr hacia la confitería. Entraron riendo y, por un momento, se volvieron a contemplar el furioso espectáculo de la tormenta. Nosotros somos un acorde más de este concierto universal. La idea la desconcertó. ¿A quién se lo había escuchado? La escasa iluminación de la terraza se apagó y las sombras devoraron las sillas y las mesas acomodadas a lo largo de la baranda. Nina se volvió hacia Dante. Quería volver a su casa y releer las cartas de Sara. ¡Seguro que hallaría indicios que no buscó en la primera lectura! Le apretó el brazo y le dijo:
-¿Podremos llegar hasta el auto?
Su novio hizo un gesto de asentimiento. La guió hacia la parte trasera del local hasta desembocar en una escalera. Un empleado se acercó portando una linterna.
-¿Quiere bajar a la cochera, señor?
-Sí. Pero no es necesario que nos acompañe. Conozco el camino.
-Iré adelante de ustedes. Las luces de emergencia se están agotando y hay un tramo de escaleras a oscuras. Además, necesitará que lo alumbre para encontrar su vehículo. Hagan el favor de seguirme –les pidió.
Bajaron guiados por el muchacho hasta localizar el coche. Dante le dio una propina y maniobró hacia la salida. Hablaron muy poco hasta llegar a la casa de Nina. Su novio apagó el encendido para despedirse. Se volvió hacia ella y la atrajo contra sí. El beso la estremeció como siempre. Él le susurró:
-Si no tuviera que programar toda una semana de trabajo, no te bajaría en tu casa, bonita. Pero ya nos desquitaremos en Gantes, ¿de acuerdo?
Ella rió, feliz, y volvió a besarlo. Después miró hacia la calle y comprobó que la lluvia había menguado.
-¡Me bajo antes de que se largue de nuevo! Te quiero, ¿sabés? –y abrió la puerta y se lanzó a la calle antes de que el hombre le respondiera y la planificación se fuera a pique.
Colgó el llavero a la entrada del vestíbulo y se dirigió a la sala de estar. El televisor funcionando indicaba que su madre estaba levantada. Sonrió al verla adormecida delante de la pantalla. Se acercó con sigilo y le dio un beso en la cabeza.
-¡Nena! –Dijo con sobresalto- ¡Qué flor de madre tenés! ¡Mirá que dormirme con lo preocupada que estaba! Esta no es una tormenta cualquiera...
-No, mamá, si afuera está amarrada el arca de Noé... –la interrumpió Nina-Además estaba con Dante, ¿qué podría pasarme?
-No sé. Árboles caídos, cables cortados… ¡Yo qué sé!
-Sos dramática, madre –dijo la muchacha sentándose a su lado. ¿Sería el momento apropiado para anunciarle el viaje? Sí. Porque lo haría le gustara o no. Apoyó la cabeza sobre el regazo de la mujer y, mientras ésta le acariciaba el pelo, le informó:- El lunes me voy a Gantes.
La mano detuvo su lento recorrido. Tras un instante de silencio, llegó el comentario de su madre:
-No podré convencerte de lo contrario, ¿verdad? –y antes de que pudiera responderle:- Has tomado la decisión y espero que no vayas sola. ¡Y pensar que Sara podría estar viviendo con nosotras y no en ese remoto lugar!
¡Querida mamá Rosa!, pensó Nina. Siempre tan intuitiva. Sabe que no me voy a echar atrás y no quiere empezar una pelea. Para tranquilizarla, confirmó:
-Me acompañará Dante. Ya debe estar preparando el cronograma de trabajo. ¿No es un sol este novio mío? –se levantó, le dio un beso y anunció:- me voy a dormir. Mañana empezaré a armar la valija. Que descanses, mamá.
-Hasta mañana, querida -suspiró Rosa.
Nina entró en su dormitorio y cerró la puerta. Abrió el primer cajón del escritorio y sacó un manojo de cartas. El sutil perfume que distinguía a Sara flotaba sobre el papel como un aura. La vívida imagen de su amiga, mi hermana del alma, irrumpió en su interior con la fuerza del afecto que las unía desde niñas. A Sara le debía no haber incursionado más que en la fumata de un porro, haber podido enfrentar la decisión de su padre que menospreciaba su inclinación por el arte en función de una carrera “con futuro”, la incondicional compañía por los difíciles momentos de la adolescencia. Juntas, compartieron sueños y desengaños. Sara no pudo continuar una carrera universitaria por haber dedicado todo el tiempo a cuidar de su madre postrada por la depresión. Cuando su progenitora falleció, buscó un trabajo de empleada administrativa para el cual estaba preparada. Vivía en un departamento compartido con dos estudiantes y, durante el receso universitario, Nina compartía los fines de semana con ella. Hasta que conoció a Dante, claro…
Salió de su abstracción y sacó las misivas de los sobres. Las acomodó por fecha y comenzó a leer la primera: