sábado, 12 de diciembre de 2009

LAS CARTAS DE SARA - XVI

Nina miraba el camino con una concentración dolorosa. El viento que arrastrara las nubes invadió el interior del vehículo obligándola a cerrar la ventanilla. Dante encendió los faros perforando la creciente oscuridad y bajó el cuenta kilómetros a sesenta. La senda, recta y con pocos declives, se fue bordeando de una arboleda tupida que aumentó el estado de alerta de la muchacha. No se sorprendió demasiado cuando apareció el animal delante del auto. Revivió la brusca frenada, y la exclamación de su novio:

-¡Casi lo atropello! –Se volvió hacia Nina y preguntó con desconcierto:- ¿Es el perro de tu sueño?

La joven no respondió. Impelida por una certeza que se infiltraba desde algún desconocido resguardo de su mente, asió el tapiz y abrió la portezuela del coche antes de que Dante pudiera impedirlo. Avanzó con seguridad hacia la bestia sosteniendo frente a sí, a modo de escudo, el elaborado estandarte. El animal gruñó amenazadoramente pero Nina no retrocedió. Supo el porqué del impulso que la llevó a entramar durante meses la altiva figura de la pantera. Era un talismán, la salvaguardia para este incidente que estaba previsto en los vericuetos de su destino. Dante bajó con premura y la alcanzó cuando el perro se volvió y saltó hacia la espesura. Apoyó las manos sobre los hombros de Nina y la volvió hacia él. La expresión serena de su novia contrastaba con la alteración de sus rasgos.

-¡Podría haberte atacado, mujer loca! –gritó en tanto la sacudía con un enojo que disfrazaba su temor. Luego, la apretó entre los brazos como si quisiera fundirla a su cuerpo.

Nina, a punto de no poder respirar, forcejeó para aflojar el abrazo de su conmovido novio.

-¡Basta, Dante! Sólo tenía que estar en guardia; ese fue el sentido del sueño. Cuando vi al monstruo, supe qué hacer. Ya no habrá sorpresas en el resto del camino –dijo con certidumbre.

Las primeras gotas comenzaron a golpearlos con insistencia. Ambos corrieron a refugiarse en el vehículo. Antes de encender el motor, el pragmático Dante discurrió:

-Algo me dice que en esta zona tu percepción y la de Sara se han agudizado. Lamento que mis neuronas sólo transmitan lo obvio, pero te prometo que no desestimaré ninguna de tus corazonadas.

Nina se inclinó hacia él y puso en su beso tanta pasión como agradecimiento. Por un mágico momento se olvidaron de las extrañas circunstancias del trayecto cuando sus bocas y sus cuerpos celebraron la existencia del otro. Se separaron sofocados y deseándose, pero implícitamente convencidos de que debían postergar su encuentro amoroso hasta lograr su objetivo. Dante giró la llave de encendido con un suspiro pesaroso. El resto del itinerario lo hicieron bajo una llovizna pertinaz que, si bien no aflojó demasiado el terreno, obligó al joven a estar pendiente del camino desconocido. Cuando divisaron las primeras construcciones, Nina miró su reloj y comprobó que había transcurrido una hora desde el mediodía. La urgencia por ver a su amiga la desbordó.

-¿Cómo vamos a encontrar la casa donde vive Sara? –urgió a su novio.

-Apenas veamos a algún habitante de este pueblo.

-Deben estar todos almorzando –arriesgó la joven.

-Buscaremos un parador –dijo el práctico Dante.

La calzada de tierra desembocó por fin en el asfalto. El joven imprimió más velocidad al auto atento a cualquier edificación que sugiriera un comedor o una estación de servicio. Vio un cartel de YPF a la distancia y fue disminuyendo la marcha para ingresar a la expendedora de combustible. Un joven empleado vestido con uniforme azul y blanco se acercó para atenderlos.

-Buenas tardes –saludó Dante.- Llená el tanque, por favor.

Se bajó del coche y le manifestó:

-Buscamos a una amiga que trabaja en la clínica del doctor Moreno. Su nombre es Sara. ¿Podrás indicarme cómo llegar?

-¡Ah, sí! La clínica está en la segunda vuelta de la ruta. ¿Ella es médica?

-No –contestó Nina que de puro ansiosa se había bajado detrás de su novio- trabaja en la administración.

-Entonces hoy no la va a encontrar. Sólo quedan de guardia los médicos y algunos enfermeros.

-¡Es cierto, Dante! –Dijo contrariada.- Hoy es domingo. –Se dirigió al empleado:- Por casualidad, ¿no conocés la casa de la familia Biani?

El muchacho la miró con gesto de disculpa y movió la cabeza negativamente. Dante intervino al tiempo que le pagaba:

-Está bien. Decime cómo llegar al centro.

-¡Eso sí! Tome derecho por la ruta hasta la primera curva. Es el comienzo de la calle Verde que lleva directo a la Plaza Central.

-¡Gracias! –respondió Dante, y subió al auto seguido por su novia.

La curva estaba a pocos metros. Cuando la interceptaron, Nina atisbó el color de la vereda que la remontaba directamente a las primeras cartas de Sara. Apreció las dotes descriptivas de su amiga porque el entorno le resultaba familiar a pesar de no haber estado nunca allí. Dante estacionó en un predio que supuso destinado a ese fin, y se encaminaron hacia los negocios que rodeaban la plaza.

-¡Allí está el Trust! –Exclamó Nina señalando el letrero- Ahí trabaja Ada, la amiga de Sara. Seguro que ella sabe dónde vive.

-Y si no está por ser feriado, iremos al correo o a la comisaría –agregó el joven tratando de apaciguar la ansiedad de la muchacha que ya se le había adelantado y empujaba la puerta del local.

Dante paseó la vista por el lugar y vio que sólo cuatro mesas estaban ocupadas. Dos por gente de mediana edad y las otras por adolescentes que consumían comidas rápidas. Nina se había acercado a la barra y la vio hablando con un hombre de aspecto fatigado. Oyó parte de la conversación al aproximarse:

-… dentro de una hora –terminó de decir el mesero con voz tan cansina como su semblante.

-Ada llega en una hora –le informó su novia volviéndose hacia él.- ¿La esperamos?

-Y en tanto, podríamos comer algo. ¡Estoy muerto de hambre! Se dirigió al hombre:- ¿Tienen algún menú sugerido?

-Sólo sandwichería.

-¿Te parece bien un tostado de jamón y queso? –consultó con Nina, quien asintió.

-Dos tostados de jamón y queso y una cerveza especial –le dijo al mesero.

-Ya se los llevo. Acomódense en una mesa.

La joven eligió una al lado de un ventanal, segura de que reconocería a Ada ni bien la viera entrar. En veinte minutos estaban dando cuenta de su almuerzo y proyectando su estadía:

-Entonces –resumió Dante- si Sara está bien, nos quedamos hasta el martes a la tardecita. Si no, la subimos hoy mismo al auto y pegamos la vuelta. ¿Conforme? –la miró con esa sonrisa que la trastornaba.

Nina le acarició el rostro con la mirada. ¿Acaso había imaginado cuánto llegaría a amarlo cuando lo conoció? En el primer encuentro le pareció un macho presumido de su físico, pero él no se arredró ante la frialdad que le demostró. La persiguió con tenacidad y su buena amiga no se burló de ella cuando aceptó la primera cita después de todo lo que lo había criticado. Descubrió bajo esa musculatura a un hombre sensible que no se avergonzaba de mostrar sus sentimientos y, cuando cayó en la cuenta de que estaba enamorada, Sara fue su primera y complacida confidente. ¿Cómo había podido desinteresarse de ella? Una ráfaga de culpa la estremeció.

-¿Qué te pasa, querida? –preguntó el hombre atento a su semblante.

-Que… -dejó la respuesta en suspenso. Una mujer entraba en el local y la joven intuyó que era Ada.

-¡Ada! –llamó sin temor a equivocarse mientras se levantaba del asiento.

La nombrada se volvió con una expresión interrogante. Quedaron enfrentadas por un momento inquiriéndose con la mirada.

-Soy Ada, ¿la conozco?

-Me habrá oído nombrar. Soy Nina, la amiga de Sara.

El rostro de la mujer se iluminó. Tomó las manos de la joven y exclamó:

-¡Dios me ha escuchado! La envió cuando Sara más la necesitaba.

-¿Sara está bien? –preguntó alarmada.

-Quédese tranquila. Por ahora está en buenas manos. El doctor Moreno volvió esta mañana y se la llevó de la casa de Biani cuando se enteró del ataque que tuvo anoche.

-¿Qué le pasó? ¿Segura que ahora está bien? –encimó las preguntas sin darle tiempo a contestar.

-Está bien –afirmó Ada.- Mercedes nos llamó porque no podía comunicarse con la clínica y la trasladamos hasta lo de don Emilio hasta que mejoró. Después Mirta la acompañó hasta su casa y se quedó con ella toda la noche. A la mañana llamó a la clínica y la atendió el propio doctor, que enseguida pasó a buscarla.

-¿Está en el hospital, entonces? –intervino Dante.

-No. Llamamos para ver cómo estaba y nos dijeron que, después de hacerle unos controles, salió con ella e indicó que no volvería hasta mañana. Lamento no tener espacio en mi casa, porque si no les ofrecería alojamiento. ¿Por qué no toman una habitación en el hotel? Descansarán y mañana podrán verla.

-¿Adónde vive el médico? Yo no voy a esperar hasta mañana para verla –señaló Nina.

-Es mejor así, señorita –insistió Ada.- Después de lo que pasó, él no la habrá llevado a su casa. Está demasiado cerca del centro. Pero la va a cuidar y mañana tendrá a su amiga sana y salva.

Dante, anticipando un arrebato de su novia, le apretó el brazo y le dijo a Ada:

-De acuerdo, Ada. Díganos dónde queda el hotel y volveremos para cenar. También para que nos cuente con detalle cómo fue el ataque que sufrió Sara.

-Se los prometo –contestó la mujer.- El hotel está a la vuelta, por la calle Amarilla. Es limpio y tranquilo y estarán cómodos. Les indico –ofreció dirigiéndose a la puerta.

Los jóvenes la escoltaron y atendieron sus instrucciones. Después volvieron al auto y se dirigieron al hotel. Nina guardaba un silencio desilusionado. Dante ubicó el coche frente al hospedaje y ambos bajaron con los bolsos. El trámite fue rápido y el encargado los guió hacia un cuarto de la planta baja. Después que cerraron la puerta tras ellos, el muchacho alivianó a Nina de los bolsos y la cartera, y los arrojó sobre un sillón. Enseguida se ocupó de su novia. La levantó en andas riendo ante la exclamación de sorpresa de ella y la depositó en la cama. Por el momento sólo deseaba que se aflojara, de modo que se estiró de costado y la miró con una sonrisa tranquilizadora.

-¡Eh, bonita, que no quiero nada que vos no quieras! ¿No sería bueno que te dieras una ducha caliente para relajarte?

-Es que no sé si creerle a esa mujer que Sara está bien. ¿Y si sólo quiere distraernos para que no la podamos ayudar?

-Yo no soy tan intuitivo, Nina; pero estoy seguro de que no mintió. Sara confiaba en ella y si reponemos fuerzas estaremos en mejores condiciones de ayudarla.

Nina lo miró con tanto desvalimiento que Dante estuvo a punto de olvidar su estrategia y cobijarla en un abrazo que lo llevaría más allá del gesto consolador. Se levantó y le acarició la cabeza.

-Andá, mi amor. Vas a ver que te sentirás mejor.

Nina se incorporó y buscó ropa limpia en su bolso. Pasó al baño y se quedó largo tiempo bajo la ducha. Una extraña turbación hizo que se vistiera completamente antes de aparecer en la habitación. Dante la observó sin hacer comentarios y pasó seguidamente al cuarto de baño. ¿Qué le ocurría?, pensó Nina. Si ella se deleitaba al exhibir su cuerpo desnudo para verse reflejada en los ojos de su amante. ¿O es que no se daba permiso para gozar hasta averiguar si Sara estaba bien? Estas especulaciones obraron como un afrodisíaco. El calor del deseo le endureció los pezones y ardió en su entrepierna. Cuando Dante salió de la ducha envuelto en una toalla de baño, encontró a la mujer de sus sueños. Se acercó despaciosamente y le alzó el rostro para besarla. Nina se pegó a su cuerpo notando la creciente erección que le arrancó un gemido mientras las bocas se exploraban como si no se conocieran. Sentía que le temblaban las piernas como ni siquiera había pasado en su primer encuentro. La piel le ardía al roce de las manos varoniles que la desnudaban. Le sacó las prendas con una lentitud que se contradecía con la excitación de ambos mientras ella lo despojaba de la toalla y se conmocionaba al contacto del órgano masculino. Dante jadeaba su nombre y ciento de palabras amorosas recorriendo con sus manos y su boca el cuerpo de la mujer que amaba. Se desmoronaron en la cama ávidos de la consumación amorosa, perdidos en ese mundo inigualable que excluía cualquier tormento que no fuera la culminación de su deseo. Nina se abrió a la penetración con un ardor desconocido demandando al miembro viril el bálsamo que apagara el fuego de sus entrañas. Los embates controlados del hombre se aceleraron ante la exigencia de la joven cercana a la plenitud del orgasmo. Las contracciones femeninas lo elevaron al pináculo del placer y se derramó en ella ajeno a cualquier sensación que no fuera la voluptuosidad del apogeo.

martes, 8 de diciembre de 2009

LAS CARTAS DE SARA - XV

Rosa los despidió en la puerta con un aluvión de recomendaciones: Vayan despacio, no levanten a nadie en la ruta, si paran a comer no tomen alcohol, apenas lleguen avísenme, ¡estaré esperando! Nina y Dante la abrazaron y la tranquilizaron diciéndole sí a todo. Recién cuando el auto dobló en la intersección con la avenida y desapareció de su vista, entró Rosa a la casa. Una oscura intranquilidad se aposentó en su ánimo como si fuera el presagio de una desgracia. ¿Por qué no había aceptado Sara el ofrecimiento que con tanto cariño le había hecho Nina? ¿Por qué esa porfía de auto suficiencia? Sacudió la cabeza para aventar esos pensamientos y se dispuso a esperar.

Nina se acomodó en su asiento y observó el perfil de Dante. Manejaba con aire concentrado y distendido. Sabía que le esperaban cuatro horas de viaje y él le había prometido que no harían ningún alto. Ya tendrían tiempo de almorzar cuando llegaran a Gantes. Para el camino, había llevado el equipo de mate y unas facturas que su madre había comprado, temprano, en la panadería.

-¡Un peso por tus pensamientos! –la voz risueña de su novio la trajo a la realidad.

-¡Un centavo, tonto! –le señaló.

-¡Bah, me pareció una miseria ofrecerte centavos con la inflación que tenemos! ¿Por dónde andabas navegando?

-¡Vaya! Ni siquiera atento a la carretera se te escapa nada. Ya me hacía en Gantes y abrazando a Sara. Ahora que estamos en marcha me siento mejor. Es… como si hubiera estado frente a un problema y en lugar de actuar, para solucionarlo, especulara sobre él. Este viaje es el principio de la acción –afirmó.

El hombre, sin apartar los ojos de la ruta, estiró un brazo y le acarició la mejilla. Nina se estremeció al contacto de su mano. El deseo de estar en sus brazos se acrecentaba por la forzosa abstinencia de los preparativos del viaje. Normalmente, pasaba los fines de semana con él, pero no hubiera expuesto a su madre a la incomodidad de dormir con Dante en su habitación sin estar casados. Y sí… Su mamá tenía algunas reglas inquebrantables aunque no ignorara la convivencia de su hija con el joven.

-¿Por dónde andamos? –preguntó, intentando leer las señales camineras.

-¿Qué diferencia hay si te lo digo? –respondió Dante burlón, a sabiendas del despiste de su novia.

-De que alguna vez puedo aprender, si alguien tiene la paciencia de explicarme.

-¡Bueno, bueno! Para tu información, estamos por tomar por la ruta 34, para empalmar luego la 95 y desviarnos a la derecha antes de Ceres, por un camino que ni tiene nombre en el mapa que nos mandó Sara. ¿Satisfecha?

-¡Psé! –resopló Nina poco agradecida. Esa enumeración, como adelantó Dante, no hacía diferencia para ella.

Se dedicó por un rato a observar el paisaje que retrocedía a los costados del asfalto mientras el coche aumentaba la velocidad. Quiso entablar una charla intrascendente para distraer a Dante de la hipnótica carretera, pero un pesado cansancio la ganó. Una brusca frenada la sacudió del sopor. Abrió los ojos y se encontró observando a un increíble animal que los miraba a pocos centímetros del parabrisas. El clima había desmejorado y nubes apretadas ocultaban el sol.

-¡Casi lo atropello! –Exclamó su novio.- ¿Es un perro?

La bestia, plantada con firmeza en medio del camino, tenía una talla imponente. La penumbra tormentosa encubría su figura pero destacaba el brillo de sus ojos. Los pensamientos de Nina dejaron de fluir como una cascada que se queda sin agua. Vio que la mano de Dante se movía hacia la traba de la puerta, sin poder reaccionar para gritarle que no saliera, que el animal era peligroso, que sólo el interior del auto era seguro. Pero su capacidad de acción estaba tan anulada como su mente. Como en cámara lenta, vio a su novio abrir la portezuela, bajar del coche y quedarse a pocos metros del perro. Dante se inclinó con cautela hacia el piso para tomar una rama gruesa, cuando el animal pareció despertar de su letargo y se abalanzó sobre él. El aullido de Nina rasgó el silencio como la sirena de una ambulancia que se abre paso para llegar a tiempo al hospital. Sus brazos rechazaron la embestida del can cuyas fauces buscaban su cabeza. Cerró los ojos y manoteó con desesperación para alejarlo, cuando unas palabras se filtraron en sus oídos por encima del rugido de la bestia:

-¡Nina, Nina! ¡Soy yo! –mientras unos brazos inmovilizaban sus sacudidas de espanto.

Incrustada sobre el pecho de Dante, de Dante vivo, de Dante tibio, sin indicios del ataque mortal del perro, el grito se transformó en sollozo. El sol brillaba sobre el asfalto y el auto estaba detenido al costado de la carretera. Se aferró con fuerza al cuerpo de su novio y se dejó mecer por un llanto que fue relegando a un rincón de su mente el terror de la pesadilla.

-¡Te quedaste dormida! ¡Buen copiloto traigo en este viaje! –reprochó el joven con cariño. Besó sus mejillas húmedas y ardientes y la separó de su lado. Nina rehuyó la mirada avergonzada. Él se echó a reír y la envolvió entre sus brazos.

-Menos mal que la autopista está poco transitada… Me sobresaltó tu grito, pero cuando empezaste a empujarme fuera del auto, me pasé al carril contrario. ¿Qué te asustó tanto?

-¡Fue horrible, amor! Me había quedado dormida y de golpe me desperté cuando frenaste en el camino de tierra. Se había nublado y apareció ese horrible animal –se atropelló.

-Fue un sueño, Nina. Nunca abandonamos la ruta. Faltan al menos dos horas para llegar a Ceres –afirmó con voz serena.- Se dio vuelta y levantó del asiento trasero un bolso:- ¿Qué tal si cebás unos mates mientras seguimos viaje?

La joven estuvo a punto de relatarle el sueño, pero se retrajo ante la vívida imagen del ataque. Abrió el bolso y retiró el equipo de mate y la bolsa con las medialunas. Empezó a cebarlos cuando Dante retomó la carretera. La alegría inicial del viaje parecía haber quedado en los primeros kilómetros del camino. Se preguntó si debía participarlo de la pesadilla y decidió que sí. Más serena, comentó:

-En mi sueño apareció un enorme perro negro en medio del camino de tierra. El sol se había ocultado y vos bajaste del auto para tratar de espantarlo. El animal te atacó y después vino por mí. ¡Era tan real, Dante! Ahora que lo pienso, lo que más me impresiona es que no pude reaccionar hasta que se me abalanzó encima. Estaba petrificada.

-Tesoro, lo único que falta es que te cargues de culpa por no haber empezado antes con los alaridos. Si a mí me sacaron de la ruta, hubieran espantado al perro de tu sueño –rió el muchacho.

-No te burles –dijo dolida.- No hubiera podido soportar que te pasara algo.

-Bueno, mi amor. Tal vez el sueño pueda interpretarse como que estamos juntos en esto, en las buenas y en las malas. ¿Estamos de acuerdo? –se volvió por un momento con una sonrisa tranquilizadora, para volver luego a prestar atención al camino.

Nina asintió. No quería seguir escarbando en las implicancias del sueño. Cebó varios mates más y después devolvió el equipo al bolso. Cuando se volvió para dejarlo en el asiento de atrás, distinguió un extremo del tapiz que asomaba desde la bolsa adonde lo había acondicionado. Impulsó el envoltorio hacia sí y lo apoyó en la falda para acomodarlo. Su mirada se dirigió hacia la lejanía. Creyó distinguir una franja más oscura adonde se unían el camino y el firmamento.

-Dante, ¿es ése un frente de tormenta?

-Me temo que sí, querida –dijo al cabo.- Pero se ve muy lejano. Es posible que lleguemos antes que la lluvia.

Las facciones de Nina se oscurecieron como si las nubes que suponían el temporal hubieran comenzado a formarse sobre ella. Esta vez estaría atenta, se dijo, ¡ah sí que lo estaría! Aflojó la mano que sostenía el tapiz al cual se había aferrado como si se lo quisieran quitar. Alisó la punta y lo empujó para introducirlo en su envoltorio.

-¿Por qué no lo sacás del todo y lo volvés a poner en la bolsa? –Opinó Dante después de escucharla mascullar tras los infructuosos esfuerzos.- Derecho… -agregó con una risita que hizo que su novia levantara la mirada con enfado.

La réplica se extravió en el laberinto de nubes que avanzaban sobre el disco del sol como si un ventarrón las arrastrara. Antes de que las primeras alcanzaran a cubrir su resplandor, distinguieron la señal que indicaba el ingreso a Ceres. Dante disminuyó la velocidad y giró hacia el camino sin asfaltar que conducía a Gantes.

viernes, 20 de noviembre de 2009

LAS CARTAS DE SARA - XIV

Sara caminó con Ada hasta los confines de la villa. La casa de don Emilio era apenas visible entre espesos arbustos y árboles añosos. Su guía se dirigió hacia la puerta que se abrió antes de que llegara a golpear. Un anciano flaco, de piel curtida por el sol y rostro cruzado por múltiples arrugas las miró en silencio. A considerar por su aspecto, Sara le podría dar más de cien años, pero sus ojos tenían un brillo tan intenso que cualquier conjetura sobre su edad era inapropiada. Las saludó con un leve movimiento de la cabeza y les hizo un ademán para que ingresaran a la casa. Adentro estaba fresco y aseado. La habitación tenía escasos muebles: una mesa de madera, dos sillas y algunas banquetas. Las paredes estaban colmadas de tallas autóctonas (ningún animal embalsamado para alivio de la muchacha). Una vieja heladera y una antigua cocina quebraban el misticismo del lugar. Sin palabras, les ofreció las sillas y él se ubicó en uno de los taburetes de madera. Esperaron a que el anciano hablara.

-Bienvenida a mi hogar, Sara. Hace tiempo que te aguardo.

Un cosquilleo de intranquilidad la recorrió. Sintió, después de expresarla, que la pregunta era pueril en esas circunstancias:

-¿Cuántos años tiene usted, don Emilio?

-Ciento doce, niña, aunque no los suficientes para figurar en los libros –agregó con humor.- Entenderás que tuve una larga espera.

La joven no dudó ni un instante de que él la conocía antes de nacer. ¿Podría saber qué le deparaba el destino?

-Eso dependerá de vos, muchacha –le contestó como si ella hubiera formulado la pregunta en voz alta.

Sara aceptó con naturalidad las habilidades del hombre. El contacto con el viejo fue instantáneo y su cabeza se llenó con sonidos que los oídos no transportaban.

-¿Has escuchado otras voces que no fueran la mía?

-Sí, anoche en la reunión del pueblo –respondió de igual manera.

Ada asistía en silencio al encuentro de ambos. Sabía que se estaban comunicando y que a ella le estaban vedados algunos de los conocimientos que ellos compartían. Un viejo de ojos vivaces y una bella joven cuyo semblante dejaba traslucir las emociones del mudo diálogo.

-Pero pudiste sustraerte a su influencia porque, si no, no estaríamos hablando.

-Don Emilio, hasta que llegué a Gantes me consideraba una persona común, sin más aspiraciones que la de subsistir por mis propios medios. Ahora descubro esta capacidad para la cual nadie me preparó y me aterroriza no saber su propósito.

-Lo sé, Sara. Pero deberás ser permeable a una fe que nunca te planteaste. No lo tomes como un argumento religioso sino como la facultad de percibir las fronteras entre el bien y el mal. De que te aferres a esta aptitud, dependerá el resultado de la confrontación.

-¡Es demasiada responsabilidad la que espera de mí! Temo decepcionarlo… -alegó Sara intimidada.

-No lo harás, muchacha. Tus sentimientos de integridad lo prueban. Pudiste con el administrador espontáneamente. Tu intuición no te traicionará.- El acento del anciano le comunicó la seguridad que necesitaba.

-¡Ayúdeme a entender! –pidió con fervor.

-En este pequeño pueblo, desde tiempos inmemoriales, la luz y la oscuridad libran su eterna batalla. Los avances y retrocesos de la humanidad son consecuencia de esta lucha. ¿Por qué Gantes? Son designios fuera de nuestro entendimiento. Hace cien años, la emisaria de la oscuridad conquistó al Enviado que gestó en ella a los futuros administradores del oscurantismo y el sometimiento. Este pueblo es un modelo a escala de los acontecimientos a nivel mundial. Retrocedieron los valores humanos, las familias se desintegraron, prosperaron los conocimientos técnicos al servicio de los opresores y se fue olvidando el verdadero sentido de la vida.

Sara experimentó una conexión plena con las vivencias del viejo. Oscuras reminiscencias de una historia repetida a perpetuidad fulguraron en su conciencia. Tuvo la sensación de que su vida había sido dirigida para estar en Gantes en el momento preciso, que las pruebas a las que había sido sometida eran el prólogo de este enfrentamiento final. La bestia y la pantera no eran más que personificaciones accesibles a la conciencia humana de las fuerzas que estaban eternamente en pugna. Recibió los conocimientos de don Emilio como quien acepta una misión. Al finalizar el mudo diálogo, la joven comprendió que su antecesora había sido derrotada por su soberbia, por no haber comprendido que el motor del cambio estaba en la unión de todos los habitantes del pueblo que aspiraban a una vida digna. Ella no era más que un catalizador; debería propiciar la transformación desde afuera sin dejarse seducir por el triunfalismo.

Sara se incorporó, imitada por el anciano. Una leve sonrisa en su cara, una mirada complacida en los ojos de don Emilio, fueron la despedida. Ella y Ada se alejaron de la casa del viejo sin hablar hasta que llegaron a la calle principal del pueblo.

-¿Y ahora que harás? –dijo la mujer dejándose ganar por la ansiedad.

-Haremos –puntualizó.- Organizar una reunión con todos los habitantes de la villa. ¿No te parece que es hora de discutir algunos temas?

-Las reuniones están prohibidas –expresó Ada con alarma.

-¿Y qué pasará? ¿Vendrá un comando policial para impedirla? Si apenas tienen en la comisaría tres agentes. Además, podemos juntarnos para charlar sobre… -hizo una pausa:- cuestiones de atención médica. O de trabajo. O de educación. ¡Qué se yo! Hay tantos temas. Lo que importa irá surgiendo espontáneamente. Sólo hay que abonar el terreno.

La mirada de su amiga fluctuaba entre el temor y la esperanza. Sara rió contagiosamente alborotando el pelo de Ada. Al cabo, las dos caminaron riendo como si compartieran una picardía. La risa se les borró al entrar en la casa de la mujer. Cordelia estaba desayunando y ni siquiera se molestó en saludarlas. Sara se compadeció de su pobre amiga que soportaba con estoicismo la indiferencia de su hija. Decidió precipitar los acontecimientos:

-¿Entonces quedamos en que la reunión puede ser para el domingo a la tarde? –preguntó como si ya hubieran hablado de fechas.

-¿De qué reunión hablan? - se entrometió Cordelia.

-Si te interesa –respondió Sara- estás invitada a participar –se dirigió a Ada:- Espero que hagas correr la voz y me avises. Ahora debo regresar para que Mercedes no se alarme.

-¿Qué le pasa a ésta? Algo se trae entre manos. Debo avisarle al Administrador –los pensamientos de Cordelia eran transparentes para Sara. Un extraño regocijo la ganó anticipando la reacción de sus rivales sin que ninguna sensación de peligro la asaltara.

Ada la acompañó hasta la puerta y cuando se abrazaron para despedirse, Sara leyó una nueva expectativa en los ojos de la mujer.

lunes, 17 de agosto de 2009

LAS CARTAS DE SARA - XIII

A Sara, la noche del viernes le parecía un sueño. No, una pesadilla. Mientras se duchaba, no dejó de pensar en los sentimientos negativos que la habían invadido durante la velada. Todo comenzó con una invitación del doctor Fernández a una reunión que se haría en casa de Carolina. Ella se había rehusado amablemente, ya que poco interés tenía en frecuentar la vivienda de una mujer que le mostraba abierta antipatía y no la había invitado personalmente. Pero el buen doctor insistió en que lo acompañara para no sentirse sapo de otro pozo según su humorada. El argumento que la decidió, fue que estaría Max. Cuando terminó la jornada en la clínica, el doctor Fernández la pasó a buscar por su oficina. Le aseguró que era una reunión informal que no requería que ella volviera a su residencia para mudarse de ropa. Fueron a tomar un café al centro en tanto se hacía la hora de la recepción y a las nueve de la noche se encaminaron a la casa de la secretaria. Desde que llegaron, comenzó el tobogán de sensaciones que a las once de la noche la arrojaron a la calle y a la búsqueda de Ada. Lo primero que observó, fue que no era una reunión informal. Los concurrentes lucían atuendos de gala, como aquella vez en el teatro. Sólo que ahora la sacudió un sentimiento de menoscabo ante aquellas hermosas mujeres vestidas con exquisitos trajes de fiesta que contrastaban con la humildad de su falda de jean y su remera de algodón azul. Y podría haberse repuesto de la impresión si no fuera porque se sintió engañada por el doctor Fernández. Después de evaluar a los presentes, buscó con la mirada a su acompañante quien, al menos, tampoco estaba emperifollado para la ocasión. Se había esfumado. Una aguda percepción se despertó en ella al entrar en la casa de la secretaria. Un murmullo de repulsa, proveniente de los grupos de hombres y mujeres que la observaban con arrogancia, zumbaba en su cerebro: ¡Qué descaro presentarse como una pordiosera! No pertenece a nuestro grupo. ¿No se da cuenta de lo ridícula que está? Con esa facha ¿pretenderá conquistar al doctor? A pesar de su apariencia tiene buen cuerpo. No me disgustaría volteármela esta noche. Carolina la rescató del bochorno que la acometió. Apareció a su lado y se mostró inusualmente afable. Le presentó a las personas que no conocía quienes aturdieron su pensamiento con los mismos juicios descalificadores. ¿Tenía el don que le había referido Ada? ¿Y por qué afloraba en este momento? Tal vez para aumentar su humillación. Apretó los labios y recorrió con la mirada el amplio salón buscando la presencia de Max. No lo vio y supo con certeza que no vendría. Una bella mujer se abrió paso entre los concurrentes y se plantó frente a ella. Su rostro le resultó familiar, hasta que la recordó. Era Cordelia, la hija de Ada, que ostentaba en su grácil cuello una gargantilla con el consabido símbolo suspendido en el medio. Antes de que pudieran intercambiar un saludo, un tumulto de pensamientos no expresados la hirieron como un enjambre de avispas. ¿Esta mujer insignificante es mi rival? ¿Cómo puede mi madre y ese puñado de fracasados que habitan la aldea suponer que El Enviado me despreciará? YO soy la elegida para preservar la continuidad de la Orden… y pronto te darás cuenta, forastera. La violencia de este pensamiento la superó. Dio media vuelta y escapó hacia la puerta de calle. Antes de rebasarla, la interceptó Carolina y la sujetó del brazo. Le transmitió que el administrador de la clínica deseaba hablar con ella. La condujo hacia un despacho mientras ella pugnaba por contener las lágrimas. Un sujeto de aspecto imperioso la esperaba de pié. De él escuchó las primeras palabras gentiles de la noche y ningún pensamiento torturó su lastimado cerebro. Fue el padre que no pudo disfrutar, el bálsamo para sus heridas. Entretanto su voz acrecentaba en ella un intenso deseo de pleitesía, experimentó un odio desmesurado hacia Max. Él se había burlado de ella. Fingiendo un interés que nunca sintió, la despreció como mujer sabiendo que su predilección estaba puesta en Cordelia. Cuando el ejecutivo le extendió el contrato para que lo firmara, tomó la pluma sin vacilar. Podría volver a su ciudad adonde la esperaría una vivienda propia y una renta que la eximiría trabajar de por vida… Haría los viajes que siempre soñó… Estudiaría la carrera que postergó sin esperanzas… ¿Por qué titubeó? ¿Examinó el escrito con el automatismo que le confería su trabajo? Sólo sabía que a medida que leía el documento dejó de escuchar las palabras del individuo y percibió su furia intentando anular su entendimiento. Bloqueó el ataque y terminó de leer. Era una denuncia por malversación de fondos contra Max, y aunque ella lo despreciara por su comportamiento no le constaba el fraude. Al aclararse su mente, el sentimiento negativo que había experimentado retrocedió como su reverencia por el hombre. No se reconocía en ese encono sin límites ni en la apetencia de bienes materiales obtenidos sin esfuerzo. Recordó súplicas, amenazas y su carrera hacia el Trust en busca de Ada. La bondad de la mujer desintegró el férreo voluntarismo que contenía su llanto. La acunó entre sus brazos hasta que cedió su conmoción y la persuadió de pernoctar en su morada. Sara se negó pensando en Cordelia, pero Ada le aseguró que no volvería esa noche. Durante el trayecto hacia el hogar de Ada, fue recuperando el dominio y le relató los sucesos de la noche. Su compañera se santiguó varias veces y sugirió que al otro día hablara con don Emilio. Se acostó apenas llegaron. La contienda la había dejado extenuada. Ahora, mientras terminaba de bañarse, decidió que era imperiosa la conversación con el anciano. Se vistió y fue a la cocina adonde la esperaba Ada con el desayuno preparado. La recibió con un abrazo y ambas se sentaron a la mesa. Sara fue la primera en hablar:

-Ada, debo hablar con don Emilio. Pero antes necesito que me expliques algunas cosas acerca de este pueblo que no me quedan claras. Desde que llegué, una sucesión de hechos extraños me hicieron dudar de mi equilibrio, hasta que fui aceptando que estas rarezas están directamente relacionadas con este lugar. ¿Entendés a qué me refiero? –dijo con ansiedad.

El franco rostro de la mujer le respondió antes que sus palabras.

-Mi madre tenía diez años cuando llegó El Enviado y se alineó con las fuerzas de la Energía Negativa, así que sólo queda don Emilio como testigo del enfrentamiento que nos sumió en otros cien años de sumisión. Ahora se abre una puerta de esperanza para nosotros porque contamos que esta vez se alíe con la Energía Positiva.

-¿Entonces ese enviado tiene más de cien años? –preguntó la muchacha.

-No. Aparece cada cien años y ni siquiera es consciente de su papel. Está llamado a engendrar al único descendiente de los integrantes de la Orden que prolongará su dominación en detrimento del pueblo.

-¿Y por qué viene de afuera? –interrumpió Sara.

-Porque puede procrear y los partidarios de la Orden son estériles.

-Cada vez entiendo menos. Si este suceso se produjo hace cien años y los que viven en el centro no tienen hijos, ¿cómo se explica que haya gente de mi edad y más joven aún?

Un brillo de dolor cruzó los ojos de Ada.

-Porque sus descendientes pertenecen a nuestra comunidad. Seleccionan a los más capacitados y si pueden convencerlos de los fundamentos de su Orden, los llevan afuera para que se eduquen en distintas profesiones y se integren luego a su círculo. Como a mi Cordelia… -balbuceó quebrantada.

Sara se levantó y la abrazó. No había necesidad de palabras en ese gesto consolador. Ada se compuso y se desasió suavemente.

-Una vez que están adoctrinados reniegan de sus orígenes y no regresan al pueblo. Pero pagan cara su elección. Son tan infecundos como todos los integrantes de la Orden.

-Pero Cordelia tiene una hija… -apuntó Sara consternada.

-Ella es la excepción, Sara. Tenés que saber una cosa. Antes de cada confrontación, una mujer del pueblo es seleccionada y adoctrinada para ser la consorte del Enviado. Por sus atributos físicos y su ambición, fue elegida Cordelia.

-¿Cómo pueden disponer de sus hijos sin que ustedes se rebelen?

-Cuando el terreno es fértil, el deseo de poder se enraíza profundamente. Los vuelven contra nosotros y abominan de la vida de trabajo y principios de sus padres. La codicia los enceguece y creen haber cumplido todas sus aspiraciones en esa existencia colmada de bienes materiales pero sin el calor del afecto.

-No comprendo por qué siguen viviendo acá si están sometidos al despojo de sus hijos y sus horas de trabajo –porfió la joven.

-¿Y adónde habríamos de ir? –Dijo Ada.- Aquí están nuestras raíces, nuestros hogares y las posibilidades de trabajo que no encontraríamos en otro lugar. ¿Acaso no estás acá porque el desempleo te expulsó de la gran ciudad?

Sara la miró con desvalimiento. ¿Quién era ella para juzgar la conducta de esos seres que luchaban contra la adversidad? ¿Acaso su vida no había estado abarrotada de sucesos desagradables y aún se sentía con derecho a soñar? La pregunta brotó con la intensidad de una esperanza de reparación:

-¿Y este ciclo no se puede romper?

-Eso lo sabrás por boca de don Emilio. Terminemos de desayunar que nos está esperando.

lunes, 29 de junio de 2009

LAS CARTAS DE SARA - XII

“Querida Nina: Me aferro a este ejercicio de dialogar con mi parte civilizada y burlona, representada por vos, para mantener el equilibrio en un mundo donde los animales, las plantas y los objetos parecen trascender sus propias fronteras y acercarse a lo humano. En esta intrincada red de seres animados mis sentidos se han afinado para percibir una realidad subyacente que pone a prueba mi lógica racional. ¿Cómo explicar desde mi escepticismo -que incluye a los horóscopos, la astrología, los amuletos, la numismática, los curas sanadores, los milagros, las supersticiones- los numerosos indicios fantásticos que desorganizan mi estructura científica, civilizada y superadora? Aquí cobra significación todo lo que existe: las cosas vivas y las aparentemente inertes, los símbolos conocidos y los desconocidos, las palabras dichas y las calladas, los gestos, los sonidos, los sentimientos más contradictorios. Los sentidos sintonizan frecuencias irreconocibles para nuestra cultura. Esta cultura de seres civilizados que menosprecia a cualquiera que no comparta sus creencias. Tan enajenada de su propia esencia. Tan soberbia que destruye lo que no entiende. Tan indiferente, que ha convertido al mundo en un campo de experimentación con resultados que anuncian su fracaso. No se puede atentar contra un exquisito equilibrio sin temer las consecuencias. Aquí, diferenciada por la distancia y el desarraigo, leo, veo y escucho las alternativas de un mundo diferente. Y sólo aquí, donde es posible convivir con todas las manifestaciones materiales y mentales que pueblan nuestro universo, está la piedra roseta que nos permite decodificar el verdadero sentido de la existencia. Al fin y al cabo, el blanco es carencia y el negro plenitud cuando se descomponen. En este lugar los sentidos se desintegran para percibir lo que cotidianamente es una caja negra. Las piedras se mueven, los animales y las plantas hablan, la Naturaleza se manifiesta a través de sus integrantes. Nosotros somos un acorde más de este concierto universal y como responsables del caos, nos corresponderá reparar. Espero que no hayas tirado la carta después de aburrirte con esta larga introducción, pero es un intento de explicar un extraño suceso ocurrido en la madrugada de hoy. Ayer salí de la clínica dos horas más tarde porque quería dejar terminado un trabajo que se necesitaría a inicios de la mañana. Max, como se había hecho habitual, pasó por mi oficina y viendo la hora, me invitó a cenar. Acepté complacida, no sólo por su presencia sino porque era la primera vez que compartiríamos un momento de intimidad (léase sin secretaria y empleados de la clínica). Comimos en un parador a medio camino del pueblo, pequeño y tranquilo. Me encontré rememorando mi vida, la muerte de mi padre, la larga agonía de mi madre. No lo conté con dramatismo, pero su mirada fue tan comprensiva que no pude reprimir las lágrimas. Estiró la mano y recorrió suavemente con sus dedos mis mejillas. Fue peor. Me acometieron unos espasmódicos sollozos reprimidos por tanto tiempo. Recuerdo que se levantó, me ayudó a incorporarme y me llevó hasta afuera. Yo seguía descontrolada. Me abrazó con fuerza y estuve mojándole la camisa por un buen rato. Después, sacó su pañuelo y me limpió la cara. Tuve que sonarme la nariz porque apenas podía respirar. Él me mantuvo entre sus brazos, y cuando comprobó que había recuperado el dominio, tomó mi barbilla y me obligó a mirarlo. Yo me negaba, porque presentía que mi rostro inflamado por el llanto no tenía nada de atractivo. Sonrió con ternura y entonces… ¡Me besó! Fue el beso más dulce que recibí en mi vida. Un beso profundo, intenso, prolongado. Un beso consolador y apasionado. Le hurté la boca para apaciguar mi corazón y apoyé la cabeza sobre un pecho que retumbaba como el mío. No me soltó. Nos separamos al rato, sin palabras. Me escoltó hasta el auto y volvió al comedor para pagar la cena. Puso el coche en marcha y me llevó a mi alojamiento. Te confieso que lo hubiera seguido hasta el fin del mundo si me lo hubiera pedido, pero era más de medianoche y el hechizo había terminado. Cuando estacionó, me bajé de inmediato. Temía que la despedida desmereciera el momento anterior. Escuché su voz despidiéndose y como yo no esperaba nada más, le di las buenas noches y corrí hacia la puerta. Un sordo gruñido me detuvo y me hizo girar bruscamente. Un perrazo amenazador me cerraba el camino hacia la calle. Vos sabés que yo me jacto de las buenas relaciones que establezco con los animales. Pero en ese momento me di cuenta que iba a ser atacada. Era tal mi susto, potenciado por la imposibilidad de volver hacia el auto y la inaceptable idea de darle la espalda para abrir la puerta, que me apoyé sobre la madera y empecé a deslizarme hacia el suelo sin proferir ni un grito. Mis piernas se doblaron y concluí sentada en el piso, desvanecida de miedo. No puedo relatarte qué hizo Max para ahuyentar al animal, porque cuando recuperé el conocimiento, me cargaba en sus brazos y me llevaba hacia mi cuarto precedido por Mercedes y su marido. Mi mirada extraviada capturó la preocupación de la suya y recliné mi cabeza sobre su pecho. Me depositó sobre la cama e inmediatamente me quedé dormida. Hoy Benito vino a buscarme acompañado por Melián. Como Mercedes no quiso despertarme porque ‘el doctor me lo ordenó’, llegué tarde a la Clínica. No desayuné y me apuré a salir. Benito y Melián estaban apostados en el auto por ‘orden del doctor’. La figura de Max aparecía como la de un cacique que regula los actos de su tribu. Me sentía un poco sorprendida y halagada de tantos cuidados. Tan pronto llegamos me dirigí a mi oficina dada la hora y media de demora. Tenía mucho que hacer y que pensar. A medida que me iba compenetrando de las situaciones, más admisibles se me hacían. Recién a la hora del almuerzo vi a Max. No quise transformar el episodio de la noche anterior en un enigma, pero estaba dispuesta a mencionárselo tan pronto lo encontrara a solas. No se dio la oportunidad porque una emergencia requirió su atención. Terminé mi turno sin poder verlo y me fui hasta la biblioteca del pueblo. Estaba decidida a visitarla para ponerme al corriente de la historia local y sus habitantes. Me resistía a consultar a los conocidos porque sospechaba que cualquier enunciado vendría coloreado por la pertenencia del informante. Como era habitual, se sentía la transición desde los alrededores hasta el centro. Lo que el primer día me pareció bello, ahora tenía la cualidad de una escenografía. ¿Te acordás de las flores y los pájaros? ¿De los animales y los niños? Pregunta tramposa. No. No podés acordarte porque entre el verde no había flores ni pájaros, ni en las calles niños ni perros. Ahora me percato de esa extraña ausencia de candores que atribuí a la hora de escolaridad, a un planificado desarrollo forestal y a la absoluta pulcritud de la Plaza. Las veces que intenté preguntar recibí lacónicas explicaciones y después dejé de hacerlo, como si presintiera que la respuesta desarticularía una conveniente inercia. Hoy esperaba revelar los interrogantes que la prudencia aconsejaba ignorar. Camila estaba como todos los días hábiles ocupando el escritorio a la derecha de la puerta de ingreso. Me conocía porque ya había llevado algunas novelas para leer. No le pregunté directamente por el tema que me había llevado a la biblioteca, sino que le pedí acceso a la computadora. Busqué Historia; busqué Gantes. Busqué Geografía; busqué Gantes. Literatura, Antropología, Agronomía, ¡Comercio, Industria, Economía! y Gantes. Hice todas las combinaciones posibles, pero Gantes no existía. Absolutamente frustrada, abandoné el ordenador y fui a morir en el escritorio de Camila. Como si me estuviera esperando, me alargó un volumen encuadernado en cuero repujado que yo tomé con complicidad. Me fui a una de las mesas ubicada bajo un ventiluz de vitraux que garabateaba pájaros de sol y comencé a revisar el libro. Camila, cuyo horario terminaba a las veinte y treinta horas, no me apremió hasta las veintitrés y treinta. Tan absorta estaba yo explorando el volumen que no me di cuenta del paso del tiempo. Camila me dijo que la medianoche en la biblioteca no era segura. Aunque acepté su información me resistía a dejar inconclusa la lectura. Intuía que era mi única oportunidad de contemplar ese libro. El resto del tomo lo repasé rápidamente tratando de extraer de esa maraña de datos, la llave que me permitiera desentrañar los acontecimientos del lugar. A las veintitrés y cincuenta Camila estaba tan alterada que casi me arrancó el libro de las manos y me urgió a abandonar el lugar. Salimos apresuradamente y cuando poníamos llave a la puerta, me pareció escuchar un ruido. Corrimos hacia la BD e irrumpimos en la cafetería que ya estaba cerrando. El espejo del costado de la entrada me devolvió la imagen de dos mujeres de aspecto alterado. Nos dirigimos a la barra, y Ada, sin preguntar, nos sirvió café con un chorro de licor. Calenté mis manos con el pocillo y le agradecí silenciosamente. Ella comprendió. Como si fuera premeditado, esperamos a Ada que luego nos acompañó a cada una. Una siniestra impresión se instaló en mi calenturienta mente, a pesar de que todavía no me había detenido a meditar sobre el contenido de la obra. Creo que el centro de Gantes es el ojo del huracán donde se juega una partida perpetua que tiende a restablecer el orden. Amiga mía, el sueño me vence. ¡Cómo necesito tus oportunas reflexiones para aclara mi ofuscación! Te mando un beso y un abrazo muy fuertes. ¡Ansío hablar con vos!

Sara.”

Nina calló y quedó en suspenso mirando la carta. En su rostro se plasmaban la pena y el desconcierto. Rosa y Dante se movieron al unísono hacia ella. Su madre la abrazó y Dante se hizo cargo de las palabras:

-Escuchame, querida. Mañana vas a poder abrazar a tu amiga y hablar todo lo que quieras con ella. Estoy seguro de que está bien y que cuando se vean se aclararán todos los enigmas.

La joven se apartó de Rosa y buscó en los ojos de su novio la confianza que le hacía falta. El hombre le devolvió una mirada tan segura que, por el momento, calmó su ansiedad.

-Quiero creerte, Dante, porque sería imperdonable que haya dejado pasar tanto tiempo sin acudir a su lado.

-¿Por qué no traés tus cosas así mañana se van directamente desde aquí? –propuso Rosa, ansiosa de tener a su hija hasta último momento ante su vista.

Dante supo interpretar el ruego encubierto de la madre. Se inclinó sobre Nina, la besó, y le dijo a Rosa con una sonrisa divertida:

-Me parece perfecto, mamacita. Iré a traer mi equipaje y espero que esta noche nos despidas con un buen menú.

-¡Te prometo que será inolvidable! –respondió la mujer agradecida.

domingo, 26 de abril de 2009

LAS CARTAS DE SARA - XI

Dante trató de razonar con las mujeres. Veía que estaban entrando en un cono de interrogantes extraños y quería mantener la lucidez para el viaje que se avecinaba.

-Creo que hasta ahora son todas casualidades y que debemos analizar racionalmente los relatos de Sara. Por el momento, además de esa logia que no es inusual en un pueblito que vive su propio ostracismo, hay declaraciones de una persona un tanto mística y una muchacha con la sensibilidad a flor de piel, arrojada de su vida cotidiana y en contacto con otras costumbres. Amén de que se está enamorando.

-Nada de lo que dice Sara me hace dudar de su equilibrio… -dijo Nina a la defensiva.

-Ni siquiera lo he insinuado –aclaró Dante.- Sólo digo que terminemos de leer las cartas para completar la situación de análisis y después saquemos conclusiones. ¿Puedo leer la siguiente?

Nina se la extendió. Él la estudió por un momento y arrancó:

-“Querida amiga: No hace falta que te mencione que aún no funcionan los teléfonos. Esta nueva carta es prueba de ello. Hoy, aprovechando el feriado, le pedí a Analía que me acompañara a concluir mi exploración. Para mi sorpresa, aceptó sin objeciones. Pusimos en la mochila una cuerda gruesa, un cuchillo grande, un botiquín de emergencias y la radio móvil que me comunica con la guardia de la Clínica (SÓLO PARA EMERGENCIAS). Hasta ahora no había hecho uso de ella y tampoco lo esperaba en esta oportunidad. También llevamos unos panecillos, que Mercedes había horneado temprano, para reforzar el desayuno. Un día caluroso y soleado. Avancé por la senda con seguridad, seguida por Analía que cargaba la mochila en ese primer tramo. Íbamos en silencio, rindiendo tributo a la inconfundible atmósfera del lugar. Evoqué el regocijo que sentía entre los brazos de mi madre. Estaba tan presente en ese paraje, que mitigó el dolor de la pérdida. Caminábamos confiadas, entre la fresca vegetación que parecía celebrar nuestro paso. El entorno cambió perceptiblemente a medida que nos acercábamos al barranco. Antes del encuentro con el puma, un cosquilleo de intranquilidad había sustituido al bienestar inicial. El animal surgió delante de nosotros como una aparición. Analía y yo nos quedamos pegadas al camino, sin atinar a respirar ni movernos. Era un puma enorme, de pelaje casi dorado que, atravesado en la senda, nos miraba fijamente. Penetrando la burbuja de sorpresa que nos mantenía paralizadas, una idea me llegó claramente: “¡RETROCEDE!” En realidad, no era una idea. Era una demanda imperiosa. Cuando vi que el puma se mantenía estático, recuperé el dominio y alargué el brazo para tranquilizar a Analía que temblaba del susto. Yo no sentía temor sino, ahora puedo apreciarlo, una enfermiza curiosidad que me llevó a disparar mentalmente “¡NO!”, a la orden, y a la irracional seguridad de reconocer la voz de mi madre. Enfrenté al animal y caminé hacia él. Casi lo tocaba, ante la mirada aterrada de mi compañera, cuando se arrojó velozmente al terraplén. Corrí hasta el borde y ya no lo divisé. O se había despeñado de la cornisa o la había rodeado. Ni siquiera la segunda presunción inhibió mis planes. Una muda Analía escuchó mis recomendaciones antes de asegurar la soga al tronco de un árbol cercano y comenzar el descenso. Me llevé la mochila con el cuchillo y el botiquín, y le dejé la radio y los panecillos. Aunque siempre ejercité la destreza de mi cuerpo, esta situación estaba muy lejos de las rutinas habituales. Me raspé manos, brazos y piernas con la soga y la cara con la maleza, pero al fin puse mis pies en la cornisa. Sosteniendo la cuerda, caminé hacia derecha e izquierda hasta confirmar la solidez del suelo. Decidí seguir hasta donde el camino se bifurcaba. La saliente se iba estrechando. Antes del recodo, muy a mi pesar, tuve que asegurar el final de la soga a una dura raíz. Me pegué a la pared y avancé con precaución hasta superar la curva. Te confieso que tenía un estado de excitación e indefensión al mismo tiempo. Excitación por develar lo que se ocultaba a la mirada desde arriba, e indefensión por perturbadoras imágenes de pumas dorados acechando a la vuelta del camino. Pero no había más que el sendero que terminaba en un claro despojado de hierba. Casi defraudada, (¿quién no se decepciona por no tener un puma apócrifo apostado a la vuelta?) examiné el lugar. Un espeso matorral se incrustaba como una faja a lo ancho del contorno. Lo recorrí varias veces con la vista porque distinguía una sutil diferencia de textura en la franja. Tomé una rama larga y, con cautela, fui punzando la maraña hasta que no encontré la resistencia del barranco. Una andanada de imágenes retrajo mi brazo. La guarida de la bestia. El interior del féretro de mi madre. La boca de un pozo insondable. Recuerdo que sacudí la cabeza como para expulsar esas visiones inquietantes y abrí la mochila buscando el cuchillo. Corté el tejido vegetal hasta despejar una brecha de mi altura y constaté, al resplandor del sol, que el presunto pozo era la entrada de una cueva. La sensatez de la primera expedición me había abandonado. Penetré unos pocos pasos hasta que mis ojos se amigaron con la penumbra. Unos débiles rayos perforaban más adelante la oscuridad. Lamenté no haber traído una linterna. Como el paso se veía libre, me adentré pensando en llegar hasta donde se enredaban los rayos de sol. Si volteaba, veía la entrada claramente iluminada. Era imposible perderse caminando en línea recta. Con una tranquilidad que a la distancia me sorprende, decidí continuar el reconocimiento. A medida que me iba habituando a la oscuridad, tomé conciencia de que el espacio se agrandaba, y al llegar a la zona connotada por el sol, la oquedad se transfiguró en la antesala de una bóveda mayor. Una débil fosforescencia se desprendía de las estalactitas y resaltaba el contorno de las fantasmagóricas formaciones rocosas. El silencio era abrumador. Por mi cuerpo comenzaron a circular señales de alarma. Una intensa sensación de ser observada me hostigó. La fluorescencia era insuficiente para seguir internándome y mi porfía se había consumido. Experimenté una irreflexiva urgencia por salir. Giré hacia la luz y resonó un trueno. Como presagiando una tormenta, bajó la claridad hasta suponer un sol sepultado tras las nubes. La repentina oscuridad me desorientó. Mi corazón latía aprisa y me acometió entre tinieblas el recuerdo de la tumba del explorador extraviado. ¡Cómo imaginar las aterradoras evocaciones que lo acompañaron hasta su siniestro final! Con los brazos extendidos, avancé arrastrando los pies y temiendo una caída fatídica. ¡Cuánto deploré mi osadía! Me figuré que me quedaría en ese antro para siempre. Los relámpagos iluminaron súbitamente la cámara otorgándole movimiento a las formas inertes. Descubrí que el fogonazo venía de mi izquierda, no del frente adonde presumía caminar. Rectifiqué mi marcha esperando un nuevo resplandor que certificara la salida. El silencio se pobló de un inquietante murmullo polifónico, ilegible a mi comprensión. No entendía, pero rechazaba instintivamente lo que exhortaban. Las formas parecían haberse acrecentado y formaban un frente fantasmagórico que me atraía hacia las entrañas de la gruta. Un fuerte destello alumbró la entrada y una figura sinuosa atravesada en la boca. ¿Morir en solitaria agonía o en la brevedad de unas fauces poderosas? Corrí hacia la fiera deliberadamente. Te juro que toqué su cuerpo antes de que un rayo, que zigzagueó en la cúpula de la súbita noche, delimitara la entrada libre de obstáculos. Cuando estuve afuera, pensé en Analía sola en la oscuridad. Estaba aterida porque la temperatura había bajado bruscamente y ya comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia. Volví a pegarme a la cornisa para dar la vuelta y encontrar la soga. El viento amenazaba desbarrancarme y me aferré a los arbustos que envolvían la pared. Sorteado el escollo, oí voces transportadas por las ráfagas. Estos sonidos eran reconocibles. Mi nombre, por ejemplo. Grité una respuesta y bajo una lluvia cegadora, traté de encontrar la cuerda que había asegurado a la raíz. El agua había diluido la oscuridad y pude distinguirla a pocos metros. La sujeté como a un salvavidas y comencé la fatigosa subida. A pesar del diluvio, las plantas y el barranco seguían firmes. Alcancé unos brazos extendidos hacia mi detrás de un rostro serio, y poco después las manos de un hombre retuvieron las mías y me izaron sin esfuerzo. Analía corrió a abrazarme y me contó atropelladamente que cuando se desencadenó la tormenta había llamado a la guardia por radio, temiendo por mí seguridad. Enfrenté a mi reciente protector y le agradecí, preguntando su nombre. Dijo llamarse Melián y que trabajaba a las órdenes del doctor. Es un joven de asombrosa complexión física, pelo largo hasta los hombros y rasgos aquilinos (ya ves que aún puedo admirar un buen ejemplar). La lluvia comenzó a amainar y cuando llegamos a la casa, brillaba de nuevo el sol y estaba todo seco. Sólo había llovido en el barranco. Si no tuviera la certidumbre de mi experiencia, debiera despedirme no con 'tu perturbada amiga' sino con 'tu alienada amiga'. Sólo trato que mi mente sea lo suficientemente permeable para aceptar sucesos nunca registrados; y que no los niegue porque no pueda explicarlos racionalmente. Sé que si pudiéramos hablar de estos acontecimientos los trocaríamos en una razonable vivencia. Mientras la ansiedad por vernos me consume, te envío todo mi cariño. Sara”

Los rostros del lector y sus oyentes habían adquirido gravedad a medida que avanzaba la lectura. Nina fue la primera en reaccionar sintiendo la compulsión de justificar a su amiga.

-No voy a permitir una sola observación sobre el estado mental de Sara. Yo no dudo de la veracidad de su narración. Insisto en que está expuesta a una experiencia anormal y que es necesario sacarla de ese ambiente.

Dante la abrazó hasta sentir que el cuerpo de la joven se aflojaba. Después, le dijo con tono calmo:

-Nadie desea juzgar a Sara ni insinuar que está loca. Queremos ayudar, ¿de acuerdo?

Nina asintió y desplegó la última misiva.

miércoles, 8 de abril de 2009

LAS CARTAS DE SARA - X

-Tres más –dijo Nina.

Dante la besó con suavidad en la sien y propuso:

-¿Por qué no te das una ducha? El agua caliente te relajará. Yo voy hasta el gimnasio para terminar con los arreglos y cuando vuelva las invito a comer afuera. Después terminaremos de leer las cartas.

Rosa se levantó con presteza y acotó:

-Me parece un plan excelente. Quiero que te distiendas un poco, hija.

La muchacha suspiró. No estaba muy de acuerdo pero sabía que su madre y Dante pensaban en su bienestar. Debía reprimir la ansiedad para no preocuparlos. Se levantó y, con una sonrisa, accedió a la petición:

-Está bien, gente. Pero no vuelvas muy tarde –lo intimó al joven.

-Palabra –afirmó Dante.- A las doce y media estoy de vuelta.

Rosa lo acompañó hasta la puerta y cuando volvió ya estaba su hija dándose el baño. Nina se quedó largo rato bajo el chorro de agua caliente. Trató de poner la mente en blanco y tranquilizarse. Salió envuelta en una bata y frotándose el pelo con una toalla. Eligió una solera liviana y unas sandalias cómodas. Bajó y guardó las cartas en la carpeta resistiéndose a leerlas en soledad. Cuando Rosa entró a la sala de estar, la joven estaba mirando un informativo. Apagó el televisor al entrar su madre y la miró con aprobación.

-Te pusiste muy linda, ma. ¿Pensás robarme el novio?

-¡Las cosas que decís, Nina! –parecía tan escandalizada… Y de pronto se largó a reír. Era indudable que Nina había heredado la vena histriónica de su madre.-Son las doce y media. Apuesto a que si vamos a la puerta veremos el auto de tu amorcito.

-Vamos, entonces –aprobó la hija.

Tomaron sus carteras y salieron a la calle. Mientras Rosa cerraba con llave, Dante estacionó el auto.

-¡Parece que las damas están con hambre! –exclamó riendo mientras destrababa las puertas.

Nina se sentó a su lado y le dio un rápido beso. Rosa terminó de acomodarse atrás y Dante arrancó. Las mujeres se dejaron llevar aceptando de tácito acuerdo la elección del muchacho. Condujo hasta el centro y estacionó el vehículo en una cochera.

-¿Les parece bien La casa de Marco?

-Quiero comer cuanto antes y volver a casa –dijo Nina con impaciencia.

Sus acompañantes no pronunciaron palabra y arrancaron hacia el restaurante. Se acomodaron en una mesa y la joven los instó a que eligieran platos rápidos. Rosa y Dante cambiaron una mirada tolerante y secundaron el pedido de Nina. A las dos de la tarde estaban de regreso. La muchacha había comido la mitad de su plato y declaró que prefería tomar el café en su casa. Cuando Rosa volvió con la bandeja, Nina retomó la lectura:

Amiguísima: los teléfonos siguen sin funcionar aunque hayamos desbordado con reclamos a la empresa telefónica. Dante me anticipó tu emprendimiento y el sofisticado plan para…”

Los atentos oyentes miraron a la joven a la espera de que continuara con el relato. Nina carraspeó y dijo:

-Aquí no se entiende mucho. A ver…

Imprevistamente, su madre le arrebató la carta. Nina intentó recuperarla pero la mujer se la retaceó.

-Creo que aquí viene el tercer insulto para mí. No sería tu madre si no conociera tus gestos. Sigo leyendo yo: “Dante me anticipó tu emprendimiento y el sofisticado plan para mantener alejada a tu santa madre. ¡Mirá que hacerle creer que te dedicás a la meditación cuatro horas por día y en horarios alternados…!” -La hija abrió la boca para intentar una excusa, pero su progenitora, sin interrumpirse, le echó una mirada que la hizo desistir.- Bueno, espero que aprovechés el tiempo mal habido y avance el tapiz con el que matás las horas de tedio. Te cuento: después de la función de teatro, mi relación con Max prosperó. El lunes siguiente al evento artístico almorzó con mi grupo. Como era usual, yo compartía la mesa con Juanita, Benito, Roxana, Leandro, Dora y Milano. Todos integrantes del staff más bajo de la clínica. La elección fue mía. En principio, porque la timidez del primer día registró en ellos los gestos más cordiales de bienvenida. Después, porque la sencillez y sinceridad de estas personas hacían más evidente la afectación de los ‘profesionales’. Sentí que era la mesa más selecta y que me habían incluido y hasta adoptado. Max acostumbra a dosificarse (como buen médico) entre sus colaboradores, así que su inserción no extrañó a nadie. La charla fue amena y espontánea porque no impone su jerarquía y mis compañeros lo aprecian francamente. Habrás notado que dije “mis compañeros”; no me agrego porque a partir de aquel sábado mi percepción sobre él ha sufrido una sutil mutación: lo estoy viendo como hombre. Y no me disgusta, Nina. Una alarma suena mientras escribo esto porque ya sabés lo que pienso de las relaciones intra laborales: donde se come etc., etc. Nuestras miradas, ajenas a la antigua familiaridad, se cruzaron en varias oportunidades. Él también parecía verme por primera vez y sus ojos perfilaron cada centímetro de mi rostro con una atención que me perturbó. La situación no pasó desapercibida para mis amigos quienes observaron en amable silencio el escrutinio mutuo. Hubo un momento en que me alcanzó la sal (¿no es romántico?) y sus dedos se detuvieron más de lo decoroso sobre los míos. Nos miramos y si bajé las pestañas fue porque detrás de sus pupilas atisbé a la pantera agazapada. Estaba tan ofuscada que olvidé controlar la abertura de la tapa del salero, y segundos después miré estupefacta la montaña de sal que aderezaba mi ensalada. Mis compañeros se condolieron mientras Max desenredaba mis dedos inmovilizados y retiraba el recipiente. Salí del trance como siempre: con una carcajada que contagió a toda la mesa y concitó la mirada de los comensales. Mi jefe, aún riendo, se levantó para alcanzarme otro plato. ¡Cómo se transforma cuando ríe abiertamente! Parece más humano. Y no sé por qué escribo esto, porque siempre está atento a las necesidades de todos sus colaboradores. Lo seguí con la mirada risueña hasta tropezarme con la helada expresión de Carolina. No denotaba la curiosidad de las otras, sino una muda reprobación que opacó la diversión del momento y me quitó las ganas de seguir comiendo. Así que Max se habrá preguntado por qué no probé las verduras que se molestó en traer. Exageré un trabajo atrasado y dejé el comedor antes de la hora. Estaba molesta por haberme dejado intimidar por la secretaria aunque sostengo que de haber podido me hubiera eliminado. Sentí que estaba interfiriendo en su proyecto personal, única explicación a semejante hostilidad. Vos sabés que yo, más que audaz, soy impulsiva. Funciono a golpes de instinto y estoy más llena de chichones que de aciertos, pero no creo equivocarme con Carolina. Ahuyenté las molestas digresiones y me puse a trabajar. Antes de irme alguien entró. Acostumbrada como estaba a la concurrencia del doctor Fernández, lo saludé sin levantar la cabeza. La respuesta demorada me hizo voltear hacia la puerta y allí estaba Max, apoyado contra el marco, cercano como la inefable sonrisa que animaban su cara y sus ojos. Me preguntó cómo estaba, tal vez intuyendo aquellos sombríos pensamientos. Yo estaba bien en medio de mis papeles, y charlamos un rato antes de que mis dos guardaespaldas se impacientaran y entraran a constatar que no me había ido sin ellos. Max los saludó alegremente y les recomendó “que me cuidaran”. Nos fuimos bajo su atenta mirada y sus palabras resuenan todavía en mi cabeza: “cuídenla mucho”. ¿Qué habrá querido decir? Suena tan protector… Te digo adiós antes de seguir delirando. Espero que mañana podamos hablar. Mil besos. Sara”

Rosa parecía haber tomado el mando. Ante la muda pareja, dio su veredicto:

-Alguna vez vamos a charlar de tu artimaña. Ahora me quedo con las palabras de tu amiga: “tu santa madre”. –le dijo a Nina. Después, emitió algunas apreciaciones personales:- Estas cartas consecutivas hablan a las claras del enamoramiento de Sara. Y si ella es algo objetiva, entiendo que el doctor siente lo mismo. Vos te obsesionaste tejiendo el tapiz de una pantera. Sara no conocía el motivo de tu trabajo pero menciona varias veces a ese animal –y terminó como su hija:- ¿Será casualidad?