—Hace cuatro días que estamos
de vacaciones y no hemos hecho ninguna salida nocturna —se quejó Marisa.
—Esta noche un amigo inaugura
un restaurante con discoteca en Mina Clavero. ¿Quieren conocerlo? —ofreció
Alen.
—¡Me encantaría! —dijo la
chica con entusiasmo. Miró a Rolando y a su cuñada con gesto de súplica—:
Podemos ir, ¿verdad?
—Mirá que mañana salimos
temprano… —insinuó Julia.
Marisa no se rindió. Clavó los
ojos en Rolo esperando su apoyo. Alen no presionó la decisión de sus invitados,
si bien especulaba con que la salida le diera la posibilidad de convencer al
grupo de quedarse en la finca. El hermano de Julia respondió al llamado de su
novia y le expresó su conformidad en forma indirecta: —Relajémonos, Julia.
Nuestro próximo destino está muy cerca de Nono. Si partimos al mediodía
estaremos instalados en un camping antes de las tres de la tarde.
La nombrada miró la carita
expectante de Marisa y sonrió. Estaba visto que no podía negarse so pena de
indisponerse con Rolo y Mari.
—La mayoría gana —aceptó—, así
que ¡vamos de parranda esta noche!
—¡Amiga! —alborotó su cuñada
abrazándola—. ¡Sabía que no me ibas a fallar…!
Ella la separó riendo y su
mirada se cruzó con la complacida de Alen. Los cuatro estaban descansando
dentro de la casa rodante y disfrutando de los mates que él cebaba. Eran las
seis de la tarde y el sol declinaba ante unas nubes tormentosas.
—¿Habrá que vestir de
etiqueta? —preguntó Marisa.
—Como se sientan cómodos.
—¿Vas a ir con traje?
—insistió la muchacha.
—Sí —le respondió divertido.
—Pues nosotros no seremos
menos —afirmó. Se dirigió a Julia con euforia—: ¿Viste que tendríamos
oportunidad para lucir nuestras pilchas de fiesta?
—Parece —admitió su cuñada con
displicencia—. ¿A qué hora es el evento?
—A las veintiuna —contestó
Alen.
—Entonces peguemos la vuelta
—intervino Rolo—, así les damos tiempo a las mujeres para que se pongan
bonitas.
—¿Más aún? —aventuró su par,
mirándolas, y deteniendo los ojos en Julia.
Marisa rió halagada y su amiga
se hizo la distraída. Rolando, observando al trío, cayó en la cuenta de la
resistencia de su hermana al asedio de Alen. Chica porfiada. Te gusta y te rebelás. Si lo dejaras este hombre te
haría olvidar el mal trago de la traición. Lo siento por vos, colega. No va a
ser tarea fácil conquistarla, pensó.
—Fin del mate —dijo Marisa
guardando el equipo—. Nos podemos ir cuando quieran.
Arribaron a la finca a las
seis y media. Una tenue llovizna conllevó a que Julia accediera a bañarse y
cambiarse en la casa. Trasladó sus atuendos y ocupó la habitación que Etel le
había ofrecido. Marisa se anunció cuando estaba a punto de vestirse.
—¿Qué te vas a poner? —le
preguntó.
—El único vestido que empaqué
para que me dejaras de cargosear —dijo sacándolo de su envoltura.
La chica estudió el atuendo
que sostenía su amiga y declaró: —No lo conocía…
—No. Porque era parte de mi
ajuar. Grotesco, ¿no?
Marisa no se arredró. No iba a
permitir que a Julia la volviera a ganar el desaliento: —Te vas a ver
fascinante, y ante un varón que sabe apreciar lo que es una verdadera mujer —aseveró.
Julia la miró con cariño y la
tranquilizó: —Ya me bajé del tobogán, amiguita. Pero no quiero volver a subirme
tan pronto.
—Presumo que sería otro el
juego que te propondría ese hombre…
—¿Cómo cuál? —le siguió la
corriente.
—No menos que la silla voladora
—la desafió su cuñada.
—¡Ja! ¡Cómo se ve que el
infantilismo de mi hermano es contagioso!
—No lo creas. Me ha hecho
volar sin estar en el parque de diversiones —dijo con petulancia.
—¡Bien por los dos…! —aplaudió
Julia.
—Y estoy segura de que con el
farsante de Teo nunca experimentaste más que un ligero balanceo —continuó Mari,
provocadora.
—¿Acaso estuviste presente en
algún encuentro? —se mofó su amiga.
—Bastaba con verlo. Siempre
estuvo más pendiente de sí mismo que de vos — sostuvo—. ¿Lo amabas realmente, o
te acomodaste a la tibieza de lo conocido?
Julia suspiró. La pregunta de
Mari la hizo retroceder al último año que convivió con Teo. La pasión del
comienzo había sido reemplazada por un moderado intercambio donde, al menos, su
satisfacción no estaba contemplada. Ella se conformó con una suerte de
compañerismo que supuso el destino normal de cohabitar. ¡Pero yo solo tenía veintisiete años!, descubrió.
—Ahora que lo analizo creo que
nuestro vínculo se estaba transformando en fraterno. Y claro… —concedió—. Su
apetito lo calmaba por otro lado —hizo una pausa—. Tendría que haber reconocido
en ese desapego los indicios del engaño, ¿verdad?
—¡Faltaría que la culpa la
tuvieras vos! —se indignó su amiga—. El infame fue él, por prolongar la mentira
hasta el límite.
—Bueno, Mari, no te exaltes.
Ya no me escuece hablar de lo sucedido. Así y todo, aceptá que yo maneje mis
tiempos, ¿de acuerdo? —le tendió los brazos con una sonrisa.
Se separaron con un beso de
hermanas no sin que Marisa le cuchicheara: —Animate a pegar el salto. Él
demostró que sabe cuidarte.
—Y vos, que no hay peor sordo
que el que no quiere oír —sermoneó Julia. A continuación: —¿Qué ropa vas a
elegir?
—Mmm… para contrastar con vos,
el blanco de falda corta. Voy a ponérmelo y termino de arreglarme aquí
—anunció, marchando hacia el dormitorio que compartía con Rolo.
Una vez ataviadas, se miraron
con aprobación. Julia con un vaporoso vestido de seda y gasa sin breteles cuya
larga falda se abría en dos tajos frontales, y Marisa enfundada en un estrecho
atuendo que ceñía su agraciada anatomía.
—¡Estamos divinas, compañera!
—alardeó Mari, caminando frente al espejo—. Los hombres se van a infartar.
Julia rió francamente. Le
agradaba la pedantería de su amiga porque la imagen que le devolvía el cristal
revelaba la plenitud de su femineidad. Y desplegarla ante Alen le provocaba una
estimulante excitación. Por el momento no intentaría analizar este sentimiento,
se dijo.
—¿Bajamos? —la pregunta de
Marisa la descentró de su contemplación.
Alejo y Etel, que estaban en
la sala, fueron los primeros en admirar a las muchachas.
—Jovencitas —declaró el hombre
tomándolas de la mano—, son un regalo para la vista.
—¡Están preciosas, chicas!
—agregó Etel con efusión.
Ambas agradecieron los
elogios. Marisa, más desinhibida, inquirió: —¿adónde están nuestras escoltas?
—En la terraza —informó
Alejo—. Ya les aviso.
—No te molestes —declinó
Julia—. Nosotras vamos.
Se dirigieron a la galería
seguidas por la mirada del matrimonio. El padre de Alen opinó: —infiero que
nuestro hijo recibirá el golpe de gracia apenas la vea, así que andá haciéndote
la idea de viajar seguido a Rosario.
—Y yo espero que la convenza
de afincarse en Nono —lo contradijo su mujer.
—Ustedes son más fuertes.
Valga nuestro ejemplo —sonrió, al tomarla entre sus brazos.
—¿Estás arrepentido? —murmuró
Etel.
—De cada día que no
compartimos —dijo él besándola.