miércoles, 26 de junio de 2013

VIAJE INESPERADO - I



Como cada domingo a la noche en que Leonora regresaba de la casa paterna, evitaba hablar con Camila la siguiente hora. Su amiga conocía la catarsis que su compañera hacía en silencio y la respetaba a rajatabla. Se limitó a servirle una taza de café cuando apareció en el comedor después de dejar el bolso en el dormitorio, y volvió a arrellanarse en el sillón para continuar leyendo.
—Si papá sigue tan agresivo como siempre, mamá en su eterno escapismo y Toni perfeccionando su malicia, me pregunto por qué insisto en visitarlos los fines de semana —se planteó, al cabo, Leonora—. Como la molicie no le permite a mi hermanito obtener recursos propios para mantenerse, ahora que no estoy debe hacerse cargo de las demandas de los viejos. Antes de venirme me dijo a modo de despedida: —“Mis amigos se preguntan por qué te fuiste a vivir con una mujer y no con un hombre…”
Camila largó una carcajada antes de preguntar: —Y vos, ¿qué le contestaste?
—“Porque todos los hombres que conozco son como vos y tus amigos”.
—¡Qué cruel! —exclamó Cami—. Pero se lo merece por malintencionado—. La miró con afecto—: ¿Queda algo por decir o te cuento las novedades del viaje?
Leonora meneó la cabeza con una sonrisa: —te prometo que no vas a escuchar más quejas. ¿Pudiste arreglar lo del avión?
—Sí, hasta Rawson. A partir de allí, nos subimos al ómnibus con el resto de los excursionistas. ¡Te imaginás, Leo, contemplar en vivo y en directo el Perito Moreno, la Cueva de las manos, el Faro del fin del mundo…! —dijo Camila soñadora.
—¡Y las ballenas, y el Bosque petrificado…! —aportó Leonora.
—¿Sabés que en el charter viaja un grupo de profesores yanquis que vinieron a participar de unas jornadas en la universidad de Rosario? —mencionó Cami, sugerente.
—¿Y eso qué te dice? —rió su amiga.
—Que a lo mejor, el viaje de placer nos tiene reservado el encuentro que se nos niega hasta ahora.
—¡Oh, sí! —declamó Leo—. ¡Con un extranjero! ¿Y por qué no con algún compatriota que forme parte del contingente?
—Porque a las dos nos vendría bien abandonar esta tierra que hasta ahora no nos ofrece más que desalientos.
Ninguna rompió el silencio introspectivo que siguió a la declaración de Camila. Leonora, a los veintiséis años, luchaba por abrirse camino en su profesión de abogada, esperando ser ascendida en el estudio adonde trabajaba. Había recibido poco aliciente de su entorno familiar, ya que su padre esperaba que cursara la carrera de contadora y se hiciera cargo del estudio. Pretensión que, por otro lado, no tenía con su hermano Antonio, quien hasta el momento no se definía por ninguna especialidad. Ella tuvo que pagarse los estudios trabajando y, al año de haber ingresado al bufete, había intimado con Camila que se desempeñaba como recepcionista en el mismo lugar. Las jóvenes simpatizaron de inmediato, lo que derivó en la propuesta de Cami de alquilar un departamento a medias adonde Leo pudiera independizarse y ella abandonar la pensión. Camila era oriunda de un pueblo rural, Vado Seco, y fue criada por sus parientes al morir sus progenitores. Al cumplir dieciocho años se instaló en Rosario esperando proseguir una carrera universitaria. Rechazó la ayuda económica de su tío abuelo Nicanor, con el que tenía una relación imprecisa, sin haber discernido aún si el parco hombre guardaba algo de afecto hacia ella. Buscó alojamiento acorde a sus escasas finanzas y una semana después era seleccionada como telefonista en el estudio jurídico. Había progresado hasta recepcionista y renunciado a estudiar medicina, cuando Leonora ingresó como auxiliar letrada. La empatía fue instantánea y, su resultado un año después, la instalación conjunta en el departamento. Salvo las visitas de fines de semana que Leo porfiaba en hacer a su familia y que le nublaban el buen humor, la convivencia entre las amigas era de una armonía total. Su proyecto más reciente era el viaje por la Patagonia que comenzaría ese fin de semana. Trabajarían hasta el miércoles y tendrían dos días para alistarse.
Leonora estiró los brazos y bostezó con exuberancia. Se levantó del sillón y le anunció a su compañera: —Me voy a dormir. Estas visitas me desgastan y mañana quiero madrugar. ¡Qué descanses!
—¡Chau, Leo! Hasta mañana.
Camila leyó un rato más y después imitó a su amiga. Su mente inquieta atrapaba pensamientos caóticos impidiéndole conciliar el sueño. Leonora había bromeado  con su expectativa, mas ella no la veía del todo imposible. Las dos eran jóvenes, atractivas y tenaces. Creía que la vida las compensaría por todos los conflictos que se obstinaba en cruzar en sus caminos. ¿Y por qué no con un compañero de ruta que las amara y ampliara el significado de la existencia?
∞ ∞
Leonora se levantó no bien sonó el despertador. Se dio una ducha y ya estaba vestida cuando Cami hizo su aparición. Desayunaron juntas y bajaron a la cochera para buscar el auto de Leo y trasladarse al trabajo. Aprovecharon las tardes para hacer compras y completar el equipo que llevarían en el viaje. El miércoles por la mañana, Camila recibió un llamado de su tía Teresa para comunicarle el fallecimiento de Nicanor y requerir su asistencia al funeral.
—¡En siete años no me llamaron más que por obligación, y ahora me comprometen para asistir al sepelio! —se quejó la joven.
—Te acompaño —ofreció Leo.
—No. Lo entierran mañana al mediodía y yo iré y regresaré en el día. Vos ocupate de retirar el voucher en la empresa de turismo para asegurarnos de que todo esté en orden.
—Como prefieras, pero también lo podría hacer el viernes a la mañana si necesitás compañía.
—No, Leo. Para mí Nicanor no significa una pérdida sensible, así que estar presente en el entierro es una cuestión de urbanidad.
Por la tarde se despidieron de los integrantes del estudio jurídico al que regresarían después de las tres semanas de vacaciones. Esa noche cenaron con dos amigas en una parrilla y en la mañana del jueves Leonora llevó a su compañera hasta la terminal de ómnibus.
—Llamame cuando estés por llegar a Rosario para que venga a buscarte —le recomendó.
—De acuerdo. Y ya que estamos por los alrededores, podríamos comer en el restaurante nuevo de la estación —sugirió Cami.
—¡Apoyo tu moción! —dijo Leo riendo—. Ya sabés que la cocina no es mi debilidad.
Cuando perdió de vista el ómnibus, deambuló por la terminal hasta las nueve, y media hora después dejaba el auto en un estacionamiento céntrico. Recogió los cupones de viaje, compró el almuerzo en una rotisería y a las once y media estaba de regreso en el departamento. A la una recibió el mensaje de Camila avisándole que había llegado bien y que estaban por trasladar el féretro a la bóveda familiar. Se acostó después de comer y a las cinco de la tarde comenzó a inquietarse por la falta de noticias de su amiga. Una hora después la llamó al celular sin poder comunicarse. Los intentos posteriores siempre terminaban en la casilla de voz adonde se cansó de dejar mensajes. Revisó las pertenencias de Camila procurando encontrar el teléfono de sus parientes, pero ninguna anotación le proporcionó el dato que buscaba. Intentó llamar a la comuna de Vado Seco sin éxito y, totalmente desmoralizada, se acostó decidida a viajar por la mañana en busca de su amiga.

sábado, 1 de junio de 2013

VACACIONES COMPARTIDAS - XV



Corrieron hacia la casa bajo la espesa llovizna que se desprendía de la bóveda gris. Los hombres se habían detenido en la entrada para recuperar las plantas de los macetones quebrados por la caída. Ellas insistieron en ayudar a Etel con la comida del mediodía, momento en que la corriente eléctrica fue repuesta tal como se había anunciado. La sobremesa la hicieron en la galería, ideal observatorio del  desapacible día.
—Cuando mejore el tiempo —sugirió Alejo—, deberían visitar las cuevas de Cerro Colorado. Las encontrarán muy atractivas como futuras antropólogas.
—¿Están muy alejadas de Nono? —se interesó Julia.
—A cuatro horas. Pero tengo un amigo en Mina Clavero que nos podría llevar en helicóptero —ofreció Alen.
—¡Ah…! —se deleitó la joven—, ¡es la experiencia que me faltaba!
La mirada de Alen le argumentó que él podría depararle experiencias mucho más fascinantes. Le hurtó los ojos por no develar su oculta aceptación, asombrada de cuán natural se le estaba haciendo la posibilidad de intimar con ese hombre.
—¡Nos luciríamos en la Facu, Julia! ¿No te parece? —dijo Mari con entusiasmo.
Ella sonrió como los presentes ante la exaltación de su amiga.
—Aceptado, entonces —le respondió a Alen.
Él hizo un gesto de aprobación y se abocó a localizar a su amigo. Poco después anunció: —Hecho, gente. Pasado mañana, de componer el clima, nos espera a las nueve en el aeródromo.
—¡Fantástico! —aplaudió Marisa—. Y ahora, ¿qué se puede hacer en una tarde lluviosa?
—Dormir la siesta —opinó Rolo en tono casual.
—Nada más acertado, muchacho —aprobó Alejo—. ¿Vamos, querida? —se dirigió a Etel.
La mujer se incorporó con una sonrisa: —Cuando nos levantemos, tomaremos unos mates —formuló antes de seguir a su marido.
—Andando, lindura —Rolando asió la mano de su novia y la impelió contra su cuerpo—. Nos vemos… —saludó a su hermana y Alen mientras guiaba a Mari hacia la escalera.
—Chau —articuló Julia.
Se arrellanó en el sillón y se esforzó por mantener el rostro impasible ante la peregrina idea de dormir una siesta con Alen.
—Ya que no podemos imitar a los que se fueron —dijo él como si hubiera intuido su fantasía—, ¿qué te parece si escuchamos un poco de música?
—Me gustaría —murmuró sofocada.
Alen manipuló el equipo de audio y se sentó frente a ella. La música melódica era el fondo perfecto para la nostálgica tarde lluviosa. La mente del hombre era un crisol ardiente de pasiones. Muchachita esquiva, si pudieras imaginar lo feliz que te haría ya hubieses aceptado estar conmigo. Me muero por besarte, por tenerte, ninguna mujer me provocó estas ansias que solo vos podés calmar. ¿Cómo llegarte? ¿Cómo vencer tu desconfianza? En mis brazos te olvidarías del mundo…
Incitado por su pensamiento, se levantó y le tendió la mano. Respondió con una pregunta a la mirada interrogante de la joven: —¿Bailamos?
Ella le confió su diestra en forma instintiva y él le ciñó la cintura con delicadeza. Se movió lentamente, traspasado por la plena conciencia de su cercanía. Se impregnó de su perfume, la tibieza de su aliento, la progresiva abdicación de su cuerpo. Julia se abandonó a la sensualidad del momento y apoyó la cabeza sobre el pecho de Alen. No había otro lugar adonde quisiera estar en ese momento. Los labios de él se deslizaron hacia los suyos en una suave caricia que la hizo estremecer. El hombre suspendió la danza y profundizó el beso invadiendo el interior de su boca. Sus lenguas se exploraron mutuamente hasta quedar sin aliento.
—¡Julia…! —murmuró Alen con la voz enronquecida—, ¡Te quiero amar…!
El reclamo directo la sacudió porque sintonizaba con su deseo. Él volvió a besarla y la exhortó: —Salgamos de acá…
—¿Adónde? —preguntó temblorosa.
—A mi casa.
La joven miró los ojos que expresaban una apetencia tan poderosa que aniquiló todas sus aprensiones.
—Vamos —aceptó.
Alen la abrazó exultante y se detuvo antes de salir: —les voy a dejar una nota para que no se preocupen cuando se levanten.
Julia leyó: “nos fuimos de paseo”. Él la tomó de la mano y la guió hasta la cochera. El viaje en auto no llevó más de diez minutos. La vivienda estaba ubicada en un barrio de modernos chalets con parecidas características arquitectónicas.
—Este es mi refugio —dijo Alen cuando bajaron del coche—. Formamos un fideicomiso con varios colegas para comprar el terreno y afrontar la construcción.
—Son muy bonitos —opinó ella—, y la forestación los realza.
—Gracias —sonrió Alen.
La enlazó por el talle y caminaron hacia el ingreso. Julia cayó en la cuenta del paso trascendente que había dado cuando él franqueó la puerta de entrada. Su cuerpo se tensó en un amago de resistencia que no pasó inadvertido para el hombre. Aparentando no darse cuenta, invitó con gesto solícito: —¡Adelante! Vas a probar un café hecho con granos recién molidos.
La salida extemporánea la desconcertó. Escrutó el rostro varonil atravesado por una expresión traviesa no exenta de ternura, y se largó a reír. Él, acentuando la mueca divertida, apretó su cintura y la impulsó al interior. La sala de estar era espaciosa y estaba amueblada con estilo. El ancho ventanal que daba al exterior estaba cubierto por un cortinado que resguardaba el ambiente de miradas indiscretas. Julia lo siguió hasta una de las puertas emplazadas al fondo de la estancia. La cocina era amplia y las paredes claras le daban un toque luminoso aún en ese día nublado. Alen sacó el molinillo y el paquete de café de la alacena y lo dispuso sobre la mesada.
—¿Me dejás molerlo a mí? —preguntó Julia con el entusiasmo de una chiquilla.
Alen le tendió el paquete con una sonrisa embelesada. Sus dedos demoraron en apartarse, para prolongar el contacto con la mano femenina. Desbordado por sus sentimientos, soltó la bolsa y apresó el brazo de Julia para guarecerla contra él. Ella se sintió naufragar en la profundidad de las pupilas grises que se habían oscurecido como la sonrisa en el serio semblante. Cerró los ojos y se rindió al beso irreprimible que indagó cada vericueto del interior de su boca. Respondió a la caricia conquistada por la pasión masculina que descifraba su intenso anhelo de amar y ser amada. Se entregó al contacto del cuerpo viril transfigurado por el deseo que la proyectó a un paisaje de honda voluptuosidad.
—¡Julia… Julia…! —balbuceó Alen presionando sus glúteos sobre su inocultable erección.
Sin dejar de besarla la arrastró hacia la puerta contigua. El sonoro eco del timbre los paralizó antes de abrirla. Él la miró como alucinado, apoyado sobre la abertura que conducía al dormitorio. Julia fue la primera en reaccionar. Su carcajada sorprendida se mezcló con los insistentes timbrazos que anunciaban que su ejecutor no se daría por vencido. Acarició la mejilla del hombre, se empinó sobre los pies, le dio un beso de consuelo y lo conminó: —andá a abrir antes de que nos deje sordos. Yo voy a preparar el café.
Recogió el paquete del piso y pasó a la cocina. Estaba estudiando el funcionamiento del molinillo cuando escuchó que Alen abría la puerta. La imagen del rostro atónito de su frustrado amante le arrancó una risita. Introdujo los granos en el compartimiento y, la voz que Alen no pudo sofocar, interrumpió la maniobra siguiente.
—¡Cariño! ¡Ya sabía yo que la providencia me detuvo! Me voy mañana, así que podemos gozar de esta tarde propicia para el amor… —la declaración femenina seguida de un silencio, no daba lugar a equívocos.
Julia se mantuvo en suspenso. La curiosidad la dominaba. ¿Cómo respondería Alen a esa invitación directa? Se asombró de la tranquilidad con que tomaba el incidente. Era obvio que la descalificada mujercita que salió de Rosario había evolucionado hasta la mujer segura de sí misma que esperaba el desenlace sin inquietud. Él hablaba en voz baja y la mujer había atemperado la voz. Julia decidió, ya que el clima estaba frustrado, intervenir en el diálogo.