lunes, 28 de abril de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XIV



Grité al cruzar la ruta pensando que mis pies iban a estrellarse contra la cornisa de contención. El ruido del cable de acero por donde se deslizaba el arnés retumbaba en mis oídos como el motor de un avión. A la ida ni siquiera pensé en soltarme para imitar al gurka y estuve más pendiente de alguna catástrofe que del paisaje que se ofrecía a mi vista. Recuperé el sentido de la diversión poco antes de llegar a la primera escala adonde me esperaba el ayudante. Me sujetó del arnés y me pidió que tomara el cable por delante apenas apoyé los pies sobre la tierra.
—¿Y linda? ¿Qué te pareció el viaje? —preguntó mientras desenganchaba la roldana.
—Vos no sos puntano —dije notando la falta de acento.
—No. Trabajo la temporada. Soy Miguel, de Quilmes —sonrió—. ¿Y vos de dónde sos, chica sin nombre?
—Soy Marti, de Rosario —dije divertida.
—¿Estás sola?
Era un apreciable ejemplar masculino. Alto, rostro de barba incipiente, ojos oscuros y vivaces. De los que me gustaban.
Escuchate. ¿Adónde lo dejás a Noel con su aire distinguido, sus facciones armoniosas, su prolijidad, su elegancia irreprochable? No le sentaría un conjunto de jean. Tenía que venir el gurka a sacudirme de mi inercia amorosa. ¿Y ahora te vas a enloquecer por cualquier varón recio? No por cualquiera… —le dije a mi alter ego.
—No —le informé mientras me calzaba el arnés para regresar.
—¡Qué pena! Me hubiera gustado ser tu guía para mostrarte los alrededores.
Sonreí halagada, pero no le contesté. Él terminó de prepararme para el viaje de vuelta y antes soltarme me deseó: —¡Buen viaje, Marti!
Levanté una mano para saludarlo. Después me animé con la otra y abrí los brazos para abarcar el espléndido paisaje que fluía bajo mis pies. Me dirigía vertiginosamente hacia la plataforma de partida, dominada por el vértigo y la adrenalina. Levanté la vista antes de tocar tierra y volví a tomarme de las cintas. Una chica estaba filmando, seguramente parte del equipo que administraba la tirolesa. Guille sonreía abiertamente y Samanta saltaba y aplaudía con entusiasmo. Roberto me atajó y me sostuvo hasta quedar asentada en suelo firme.
—¡Muy bien, niña! —elogió mientras me liberaba del arnés—. Cuando te largues la próxima lo aprovecharás al cien por ciento.
—¡Mmm…! No sé si habrá próxima —dudé.
Mis amigos se acercaron a la plataforma. Samanta me abrazó: —¡Marti, parecías una equilibrista! ¿Cómo te voy a superar?
—Tirándote —declaré y la empujé hacia Roberto.
Guillermo me enroscó el brazo en el cuello y me dio un apretón amistoso contra su costado: —Milady —dijo riendo por lo bajo—, parece que voy a tener que acostumbrarme a tus desplantes. No eras tan rebelde de adolescente.
—Escuece, ¿no? —lo zaherí—. Así eras vos de insoportable —tomé su mano, la elevé sobre mi cabeza y me liberé con un giro. Escuché su risa sorprendida mientras yo me acercaba a la tarima adonde aprestaban a Sami.
Mi rubia amiga atendía las instrucciones de Manuel y Roberto y no desdeñó el casco. Partió entre gritos de susto y admiración y soltó las cintas antes de llegar a la mitad del trayecto. Guille y yo la aplaudimos hasta que se convirtió en una miniatura para la vista. La vuelta fue triunfal, se colgó cabeza abajo simulando una zambullida que culminó en estilo mariposa. Se enderezó para ser recibida por los encargados en medio de felicitaciones.
—¡Te luciste como siempre! —le dije riendo—. No soportabas que te ganara en ninguna competencia, ¿eh?
—Bueno, vos también estuviste bárbara —concedió con benevolencia—. ¡Voy a buscar las filmaciones! —nos avisó exaltada.
El gurka y yo nos miramos con el antiguo entendimiento de la niñez compartida. Sami atropellaba con esa arista de su carácter que nos imponía, a fuerza de rabietas o ardides, su voluntad. Me reí con desenfado, extrañamente alegre de revivir tan lejanos recuerdos. Él me observó con una expresión concentrada, como si quisiera absorber mi risa, que me hizo sentir inexplicablemente vulnerable. Nuestra abstracción terminó con el regreso de Samanta.
—¡Guille, aquí tengo las tres películas! —mostró su hermana con entusiasmo—. Pagalas que me olvidé de traer plata.
Guillermo se apartó para cumplir con el encargo, momento que aprovechó su tenaz admirador para renovar el asedio. Dejé de prestarles atención para embelesarme en el paisaje.
—Marti… —canturreó mi amiga envolviendo mi brazo con el suyo—. ¿La estás pasando bien?
—¡De maravillas! —afirmé y, aún con ciertas inquietudes, no mentí.
—¿Estás distanciada de tu novio? —preguntó al cabo, aprovechando que Guille seguía sitiado por el muchacho.
—Prefiero no hablar de ello, Sami —me excusé en tono de disculpa.
—No quise molestarte, Martina —dijo apenada—. Pensé que te haría bien confiarte con una amiga.
—¡Por favor, Sami! No te enfades. Lo charlaremos mañana. Hoy la estoy pasando de maravillas, ¿te acordás?
Guillermo nos encontró abrazadas admirando el soberbio espectáculo de la serranía.

sábado, 12 de abril de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XIII



—¡Guille, terminamos! —voceó Samanta.
El gurka se asomó y apagó la computadora. Antes de salir, nos preguntó: —¿quieren empezar el paseo ahora?
—¡Dale! —Contestó su hermana—. Nos ponemos la malla, preparo el equipo de mate y te avisamos.
Él asintió y salió con su portátil. Ya que estaba lista, aproveché para llamar a mamá y luego bajé a reunirme con Sami. Entre las dos acomodamos el termo y el equipo en una canasta y agregamos unas galletitas. Guille nos esperaba al lado del auto.
—Para hoy les tengo preparada una ascensión al Filo serrano y una visita al Mirador del Sol —dijo imbuido en su rol de guía—. Vayan a buscar alguna campera que subiremos a más de dos mil metros. Al balneario iremos por la tarde, considerando la castigada dermis de Martina.
—¡Gracias, Guille! Tus cuidados son apreciados —entoné burlona.
—Por insolente, te sentencio a un viaje en tirolesa —declaró.
Me largué a reír: —¿Qué querés decir?
Sami intervino: —¡Canopy! ¡Sí, Marti! ¡Es emocionante!
Yo seguía sin entender. Guillermo me explicó con voz truculenta: —Vas a volar como los pájaros entre los abismos serranos —después, con placidez—: Te va a gustar.
—Todavía no lo capto —insistí.
—Es un sistema de cables extendido entre la sierra y el valle. Vas asegurada a un arnés con poleas. No tenés más que distenderte y disfrutar —aseguró.
—Le vas a ahorrar trabajo a Darren —dijo Sami entusiasmada—. ¡Desde que llegamos quiero ir!
—Los abrigos… —recordó Guille con paciencia.
Obedecimos como boy scout.
—Bueno, niñas —dispuso a nuestro regreso—, partamos. ¡Y no quiero discusiones por la ubicación! Vos, Marti —indicó—, adelante conmigo. Vos, Sami, atrás como corresponde a una hermana incondicional.
Abrió ambas puertas y las cerró después de que obedecimos su mandato. Antes de arrancar, me miró con una sonrisa satisfecha. Me reí; estaba contenta y excitada con la aventura que había propuesto. Mis salidas tenían tan poco de emocionante como subir a un autobús que me acercara al centro o a la orilla del río para cruzar a la isla. Guille conducía con pericia por el sinuoso camino de cornisa y Sami y yo intercambiábamos impresiones sobre el paisaje despertando a veces la risa del piloto. Pasamos El Mirador del Sol hasta llegar al del Filo Serrano. Antes de bajar nos pusimos los abrigos. El viento soplaba con fuerza y el sol no lograba calentar el ambiente. La vista era espectacular. A nuestros pies se extendía el valle del Conlara, emplazamiento de la villa de Merlo, verde como una esmeralda guarecida por las ondulantes sierras. Guillermo descubrió que, en ese día tan límpido, se podían observar los embalses del valle cordobés de Calamuchita. Centrado entre las dos, nos pasó el brazo por los hombros y nos giró hasta que ubicamos el punto al que se refería. Permanecimos en silencio, admirando el majestuoso horizonte. Tenía que compartir mis sensaciones. Me volví hacia Sami. Tenía la cabeza apoyada en el pecho de su hermano y la mirada perdida en el espacio. El gurka capturó mis ojos con la muda elocuencia de sus pupilas. Se apropió de mi deslumbramiento y me perturbó con el reclamo que revelaban sus facciones. Hice un gesto negativo involuntario, como si me hubiese confesado ese anhelo que ardía en la profundidad de su mirada. Me enderecé y ya ni siquiera la belleza del entorno apaciguó mi inquietud. Me despegué de su flanco sin brusquedad y me alejé hacia otra perspectiva.
—¡Marti! —Samanta se me colgó del brazo—.¿Vamos ya para el Mirador del Sol? Así hacemos canopy y pasamos unas horas en el balneario.
—Vamos —contesté sin mucho entusiasmo.
Cuando subimos al auto le pregunté a Guille: —¿Por qué al Mirador del Sol? Aquí también hay tirolesa.
—Porque la otra es la más larga de San Luis —me explicó—. El recorrido se hace entre cinco y seis minutos. Te va a parecer poco cuando pegues la vuelta.
Lo miré con un poco de desconfianza. Se largó a reír y me ofreció servicial: —Si no te animás a ir sola, puedo cargarte sobre mis rodillas.
Mi gesto desafiante incrementó su diversión. Samanta intervino: —A ver si siguen la polémica mientras viajamos, a este paso no llegaremos al mirador ni al balneario.
Me di vuelta y estiré el brazo para hacerle cosquillas. Se atajó con una risa sofocada mientras su hermano ponía el coche en marcha. El recorrido fue corto y, después de estacionar, caminamos hacia la plataforma de despegue. Esperamos turno para el primer lanzamiento que, insistimos Sami y yo, hiciera Guille. Escuchamos con atención las recomendaciones que le hacían Roberto y Manuel, los lugareños que administraban la tirolesa, y lo vimos despegar raudo hacia el valle. Antes de convertirse en un puntito a la distancia, soltó las sogas y estiró brazos y piernas en forma ostentosa.
—¡Se dejó ir el loco! —alabó Roberto con su tonito característico.
A mí el corazón se me había detenido cuando lo ví abrir los brazos, creyendo que se iba a precipitar al vacío. Después del susto, me enojé. ¡No tenía derecho a alarmarnos! En realidad, me dije después de observar a Sami festejando con el dúo, la que se preocupó fui yo. Diez minutos después el gurka estaba de vuelta.
—¿Quién me sigue? —dijo después de desprenderse del arnés.
Un grupo de curiosos se había acercado a la base de salida. Dos muchachos jóvenes se arrimaron a Guillermo.
—¿El doctor Moore? —preguntó uno con expresión exaltada.
Guille lo miró con tranquilidad.
—¡Estuve presente en la conferencia que dio en Rosario! —dijo el joven estirándole la mano.
El gurka se la estrechó: —Bueno, me alegro. Ahora me tengo que dedicar a mis acompañantes —le aclaró con una sonrisa y se volvió hacia nosotras—. ¿Ya decidieron?
El chico que lo había abordado cambió unas palabras con su acompañante y se quedaron en el sitio.
—Marti, ¿irías primero? —dijo Samanta con voz quejumbrosa, intentando postergar su despegue.
Me mandaba al frente, igual que en la escuela secundaria. Guille me miraba con una sonrisa provocadora, lo que espoleó mi decisión.
—Está bien, promotora de chifladuras —acepté—. Que conste que me arriesgo para que vos cumplas tu sueño.
Me acerqué a Roberto y Manuel. El primero me ayudó a colocar el arnés y lo ajustó a mi cintura; el segundo me estiró un casco.
—¿Por qué lo tengo que usar? A él no se lo dieron —dije señalando al gurka.
—No lo quiso —aclaró Manuel—, pero nos recomendó que salieras con el casco.
—Yo tampoco lo quiero —me empeciné—. Se me va a aplastar el pelo.
—Es tu primera experiencia, mamacita. El loco tiene calle —terció Roberto al tiempo que enganchaba el cable al arnés.
—Esto es seguro, ¿no? —inquirí.
—Totalmente —se ufanó el lugareño.
—Entonces no quiero el casco —lo volví a rechazar.
Guille se acercó al ver la cara de indecisión de Manuel.
—No lo quiere, macho —le informó el hombre.
—Marti, si no te colocás el casco no salís —me amenazó el hermano de Sami.
—¿Ah, sí? Ya soy mayorcita para decidir por mí misma, amiguito —le solté—. Ahora díganme qué debo hacer —me dirigí a los muchachos haciendo caso omiso de la contrariedad del gurka.
Roberto reaccionó ante el gesto perentorio de Guille como si estuviera esperando la orden: —Bueno, linda. Sentate sobre el arnés y aflojate. Yo te sostengo. Agarrate de las cintas, te voy a correr un poquito al borde —me instruyó mientras me desplazaba hasta dejarme con las piernas colgando sobre el abismo.
Deslicé la vista sobre la serpentina que dibujaba la ruta circundando las sierras y el verde promontorio de la selva a mis pies. Me aferré a las cintas, inhalé hasta llenar de aire mis pulmones y me decidí: —¡Soltame!

viernes, 4 de abril de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XII



—¡Qué vas a entender vos que pertenecés a una elite! —estallé enojada por su condescendencia.
—¡Un momento, niña! —Articuló con firmeza pero sin levantar la voz—. Tus apreciaciones con respecto a mis convicciones son peregrinas. Ya me acusaste de abusar de mis empleados y ahora de justificar el vandalismo de los conquistadores. Ni lo uno ni lo otro conforman mi filosofía de vida. La elite a la que pertenezco, según tus palabras, está integrada por personas que evolucionaron a través del estudio y la investigación. Y para tu tranquilidad, te diré que tengo una fundación que beca anualmente a cincuenta alumnos para que sostengan una carrera.
—No serán los de las escuelas marginales —farfullé.
Me tomó de un brazo y no me soltó a pesar de mi mirada colérica.
—¡Cielos, Martina! ¿A qué viene tu menosprecio? —demandó con dureza.
Sea porque me sorprendió su tono, sea porque caí en la cuenta de que le reprochaba el status que yo perseguía y no logré alcanzar, se me licuó la vergüenza en lágrimas. Sin vacilar, me refugió entre sus brazos.
—¡Marti, Marti…! —rogó compungido—. ¡Perdoname, querida, no quise ser brusco! ¡Por favor, no llores, tenés razón, soy un sátrapa!
Esta declaración disolvió mi congoja. No me separé de inmediato, tan consolador era el amparo de su abrazo. Yací un poco más apoyada contra su pecho hasta que la voz de Sami nos hizo reaccionar.
—¿Qué paso? —miró con alarma el rostro conmovido de su hermano y el mío lloroso.
—Nada —contestó Guillermo—. Martina se apenó al recordar el genocidio de los aborígenes. El centenario algarrobo se lo actualizó. ¿Conseguiste el mapa? —le preguntó para apartarla de ulteriores indagaciones.
—Sí, aquí está —le tendió una guía y un mapa con gesto perplejo.
—Perfecto —asintió Guille—. Con esto, chicas, las pasearé por todo Merlo —presumió—. Y ahora vayamos por el vermouth.
Samanta me tomó del brazo: —¿estás bien, Marti?
—Sí, ya se me pasó —la tranquilicé—. ¡Corramos que Guille nos lleva media cuadra de ventaja! —la exhorté.
Volvimos a la plaza y nos ubicamos en una confitería al aire libre. Guillermo, previa consulta, encargó una picada sumamente variada y cerveza, por decisión unánime. En tanto Sami se comunicaba con Darren, me reiteró: —No debí reaccionar de esa manera, Martina. No me perdono haberte herido.
Miré su rostro velado por la inquietud y lo rocé con la yema de los dedos. Sentí que se estremecía y tomó mi mano para llevársela a los labios: —Perdoname vos —murmuré—. Tuve una reacción desmedida como si fueras responsable de las calamidades del mundo. Yo también formo parte de los indiferentes y ni siquiera tengo una Fundación —concluí rescatando mi mano del beso perturbador.
—Oh, nena… —articuló con la misma dulzura con que el dorso de su mano acarició mi mejilla.
—¡Listo! —Exclamó Sami cerrando el teléfono—. Ni siquiera viene a cenar —hizo una mueca—. Tiene un asado con los operarios para festejar el término en tiempo de la primera etapa. Te vas a tener que ocupar de nosotras —le dijo a su hermano.
—Con placer —le contestó—. Ahora dedicate a comer y a pensar en algún lugar que podamos conocer esta noche.
Volvimos a la casa alrededor de la una de la tarde. Guille nos comunicó con India que ya nos esperaba desde el mediodía y se había entretenido enviando mensajitos y caritas. La ví sonriente y como relajada.
—¡Hola chicas! —Principió y largó una risa— y chico —lo incluyó a Guillermo.
Él la saludó con un gesto risueño y se retiró.
—Voy a ir recorriendo el depósito —dijo India moviéndose—. Ustedes me dirán dónde quieren que me detenga.
Caminó despacio entre las bases que soportaban sus creaciones hasta llegar a las de madera. Allí le pedimos que parara y enfocara cada una en detalle.
—¡Me gusta ésta! —expresó Samanta frente a la góndola curvada—. ¿Cuál es su precio?
—Según mi mentor, cincuenta mil. Según yo, te la vendería en veinte mil si te parece adecuado. O en lo que estés dispuesta a pagar, por ser amiga de Marti y por trascender hasta Canadá —declaró esto último con formalidad.
—Estoy segura de que vale los cincuenta mil —afirmó Sami— aunque yo no pueda pagarlos ahora, así que me valdré de la amistad de Marti y te ofreceré treinta mil y lo ubicaré en el lugar más visible de mi sala. ¿Cerramos el trato? —le preguntó con expresión ilusionada.
—¡Seguro, Samanta! Sos mi primer comprador válido —rió India.
—Te ves muy satisfecha —observé—. ¿Cómo te fue anoche?
—Marti la intuitiva… —entonó—. Mejor de lo que esperaba.
—¡No me digas que papito acertó! —articulé con aspaviento.
—Bueno, al menos no lo boché de entrada —aclaró.
—¡Contanos! —pedí.
—Se llama Román, tiene cuarenta y cinco años y una galería de arte, recorrió mi museo con semblante hermético y declaró que tal vez se podrían exponer cuatro de mis creaciones.
—¡Ah…! —dije con cara de sabihonda.
India inclinó la cabeza y me dirigió una mirada socarrona: —También vos llamaste así mi atención cuando nos conocimos, ¿te acordás Marti?
Largué una carcajada rememorando mi desconcierto ante las extrañas creaciones de mi amiga: —Ahí te empezó a interesar —deduje.
—Después de que aceptó mi desafío de una crítica descarnada —asintió.
—¿Y qué te dijo? —preguntó Sami.
—Es todo un experto. Me señaló las imperfecciones que empobrecían mis trabajos —hizo un mohín teatral—, claro que tratando de no herir mi susceptibilidad. Fue… compasivo, digamos. Y aprendí más de su opinión que de las lecciones de mi profesor.
—¡Ah…! —dije esta vez encantada—. Intuyo el comienzo de un gran intercambio… ¡de arte! —me apresuré a completar ante la mueca torcida de India.
Samanta no se intimidó: —Vamos, India, ¿quedaron en algo? —preguntó sugerente.
—Esta noche saldremos a cenar —confesó al fin.
Me contuve. ¿Sería éste el comienzo de una relación fructífera para mi amiga? Bajo su apariencia de mujer liberada ocultaba las ansias de un vínculo sincero y amoroso. Tal vez se había acercado a compañías inadecuadas... Este hombre tenía algo a su favor: la había impactado.
—Me encontré con Noel —la declaración de India detuvo mi reflexión.
—¿Ah… sí? —volví a mis monosílabos.
—¿No te interesa saber qué dijo? —deslizó enigmática.
Me encogí de hombros: —Si te apetece contarlo…
—Estaba un poco asombrado de que no te hubieras comunicado con él, aunque en su entusiasmo por Guillermo justifica todo: “¿Quién podría pensar en otra cosa estando en compañía de un pionero de la ciencia?” Sic —precisó sus palabras.
—Bueno, me ahorra una llamada —dije con indiferencia.
No me pasó desapercibido el gesto de Samanta al escuchar la charla. Seguro que pronto se vendría un interrogatorio. La confidencia de India no me había provocado ninguna inquietud. ¿Cuándo se habría originado esa sensación de desprendimiento afectivo con Noel? Pensé que llevaba tiempo, momentos no compartidos, ese rasgo de egoísmo adonde yo quedaba postergada por sus intereses, esa resignación mía incomprensible, como si Noel fuera la única oportunidad de mi vida. ¡Pues no!, me dije. Tengo mucho que ofrecer y recibir; eso quiero.
—¡Chau, Marti, hasta mañana! —saludó India, terminado su diálogo con Sami, tirándome un beso con la mano.
—¡Chau, amiga! Que sea una noche promisoria… —murmuré guiñándole un ojo.
No me impugnó. Se largó a reír y desapareció de la pantalla.