Madrugué
puesto que deseaba llegar hasta el centro para comprar el regalo de Samanta. Le
dejé una nota al lado de la cafetera avisándole que volvería al mediodía y
sabiendo que tendría que buscar un buen pretexto para justificar la ausencia. Ya se me ocurrirá algo, me dije. Salí y
cerré la puerta en silencio. A dos cuadras corría una avenida adonde podría
conseguir algún transporte.
—¡Buen día,
desvelada! ¿Adónde vas tan temprano?
Giré ciento
ochenta grados para encontrar al gurka a mis espaldas. Estaba sentado en un
sillón de la galería con su predecible computadora apoyada sobre la mesa.
—Al centro
—mi voz sonó disgustada por el encuentro inoportuno.
Cerró la
notebook y se levantó sin acusar recibo de mi contrariedad: —Son las siete y
media de la mañana. Los negocios abren a las nueve. ¿Desayunaste?
—No —dije en
igual tono.
—Te llevo y
desayunamos juntos —propuso con deferencia.
¡Yo no
quería que me escoltara! No necesitaba que fuera testigo de mi cuidadosa
selección del obsequio porque, si bien no comprometería mis finanzas por un
vestido de fiesta, haciendo cuentas podría encontrar un presente decoroso para
mi amiga. Claro que bajo la óptica del triunfador Moore lo decoroso se vería deslucido.
—Te
agradezco, Guille —articulé con cuidado—. Pero prefiero ir sola.
—¡Ni hablar
cuando te puedo llevar! —dijo amable pero firmemente—. Vamos —y caminó hacia el
auto confiado en que lo seguiría.
Lo hice. Lo
primero era llegar al centro. Después me desprendería de él.
—Éste parece
un buen lugar para desayunar —indicó minutos después.
Estacionó el
auto, abrió mi puerta mientras desabrochaba el cinturón de seguridad y nos
acomodamos en una mesa al aire libre. Guille encargó medialunas, tostadas y
café con leche.
—¿Te parece
bien? —me consultó antes de que se fuera la camarera.
Asentí con
un movimiento de cabeza. El firmamento diáfano sugería una jornada soleada y
cálida. Me recosté sobre el sillón disfrutando del sosiego del día que
comenzaba. Mis pensamientos flotaban al resguardo de mis párpados
entrecerrados. Hasta el domingo a la tarde fui la dueña de mis circunstancias.
Luego: un encuentro fortuito, una pareja obsesionada con la tecnología, una
amiga agitadora, un viaje insospechado, el recuerdo de un niño impertinente que
se actualizaba en un hombre provocativo. Me sentía como una marioneta manejada
por un titiritero perturbado. El ruido de la vajilla depositada en la mesa
interrumpió mi disquisición. Abrí los ojos para naufragar en la verde
profundidad de las pupilas del gurka. Con esfuerzo, me liberé de la contemplación.
—¿Qué mirás?
—me arrebaté.
—A vos
—contestó.
¿Me quería
fastidiar? Lo miré desafiante. Sostuvo mi obstinado escrutinio con una
elocuencia visual que aniquiló mi provocación: era el inequívoco mensaje que el
día anterior me había dejado a su merced. Abandoné el duelo para no ser
cómplice de su esperanza y, fijando los ojos en el pocillo que estaba
levantando, manifesté: —Quiero hacer mi diligencia sin compañía, Guille, así
que podés dejarme acá si te molesta mi propósito.
—No dejás de
asombrarme con tus ocurrencias, Marti —dijo risueño—. Te voy a llevar hasta el
centro, harás tus diligencias sin estorbos y acordaremos un lugar para
encontrarnos cuando concluyas. ¿Estás de acuerdo?
Me encogí de
hombros sintiéndome muy tonta. ¿Quién aparecía como inmadura en esta relación
asimétrica? Terminé de tomar mi café y Guillermo llamó a la camarera para pagar
la consumición. Volvimos al auto en silencio y así llegamos a destino.
Estacionó en los alrededores de la plaza Sobremonte. Antes de abandonar el
vehículo se volvió hacia mí: —¿Convenimos alguna hora?
—Alrededor
de las once —respondí consultando mi reloj—. Si termino antes te llamo al celu.
—¿Y a qué
número pensás llamar? —preguntó con gesto cándido.
Me mordí los
labios. ¡Señor! ¡Tener que soportar sus pullas! Estaba visto que me había
levantado con el pie izquierdo.
—Decime
—exigí con altivez rescatando mi teléfono del fondo del bolso.
No se animó
a sonreír dada mi cara de pocos amigos aunque la diversión chispeara en sus
ojos. Me dictó el número para que lo registrara y yo, después de anotarlo, me
bajé del auto y me despedí con un gesto. Caminé con paso decidido tratando de
librarme de esa sensación de revés ante mis planes frustrados y mi conducta
infantil. Me concentré en el posible regalo. Sami tenía de todo, como se dice
vulgarmente, por lo cual debía buscar algo original y al alcance de mi tarjeta.
Recorrí varios locales de artesanías esperando encontrar esa pieza que la
distinguiera de todas; escudriñé cada estantería, cada rincón, cada mesa. Salí
deprimida del último. Se me estaban acabando el tiempo y la ilusión cuando
entré, por pura corazonada, a un negocito casi olvidado entre dos entradas. Una
mujer joven sonrió al verme ingresar.
—Buen día
—saludé, y mis ojos exploraron sin fe la heterogénea colección de chucherías
exhibidas sin orden.
—¿En qué
puedo ayudarla? —la pregunta detuvo mi inspección.
Suspiré
desencantada. Nada había que respondiera a mi pretensión. No obstante, le
respondí con cortesía: —Busco un regalo para una amiga —y aclaré con una risa
partícipe—, algo bueno, bonito y barato.
La chica
asintió sin perder la sonrisa. Se agachó y sacó de atrás del mostrador una
cajita de madera labrada. En su interior, sostenida sobre un fondo de pana
verde, una pulsera de escamas plateadas unida a dos anillos por una cadena
larga. La sacó del estuche y me la estiró.
—Es de plata
intercalada con algunos eslabones de oro.
La sostuve
entre las manos y admiré el refinamiento del trabajo sabiendo que excedía mi
presupuesto. Por curiosidad, me la probé. La cadena recorría con gracia el
dorso de la mano uniendo la pulsera con los anillos. Era una joya delicada que
devolví sin averiguar el precio.
—¿No es de
su gusto? —preguntó la muchacha.
—¡Oh, sí!
—aclaré—. Es que buscaba algo más económico…
—Se la puedo
dejar en trescientos pesos —me dijo—. Es casi el costo del material.
La miré
sorprendida. Si era de plata y oro estaría valuada sobre los mil pesos en una
joyería.
—Disculpame
la franqueza —fundamenté—. ¿Por qué habrías de regalarme tu trabajo? No me
conocés.
—Porque lo
valoró, precisamente. Observó con atención cada uno de los componentes, se la
probó y admiró como lucía —volvió a sonreír y solicitó—: ¿Le parece razonable?
—No dispongo
de efectivo… —balbucí sofocada—. ¿Trabajás con tarjetas de crédito?
Nos miramos.
Su expresión era de desencanto. Pensé y saqué el teléfono: —¿Guille?
—Hola, milady, ¿terminaste con tu diligencia?
—No.
Necesito que vengas. ¿Tenés trecientos pesos? —me atropellé.
—Sí.
—¿Me los
prestarías? —formulé, conciente de que era una pregunta retórica.
—¿Adónde te
los llevo?
Le solicité
la dirección a la chica y se la comuniqué al gurka.
—Voy para
allá —declaró y cortó la comunicación.
—Ya me lo
traen —le anticipé.
—¿Es su
novio? —se interesó.
—¡No! —Más
suavemente—: Un amigo… —Y abundé como si ella me pidiera cuentas—: Después se
lo devuelvo.
Salí a la
calle para vigilar la llegada de Guillermo. Le hice señas cuando estaba a mitad
de camino. Me tomó del brazo cuando estuvo a mi lado.
—¡Hola!
—dijo con una sonrisa—. Es un honor acudir al rescate de mi dama…
—Es un
préstamo que te devolveré apenas pueda ir al banco —aseguré— porque no reciben
tarjetas.
Entramos al
negocio para completar la compra. La joven evaluó apreciativamente a mi
acompañante y nos saludó con deferencia al marcharnos. Yo estaba radiante y
apretaba mi cajita contra el pecho.
—Recién son
las diez y media. ¿Tomamos algo y me contás en qué me involucraste? —arguyó
Guille con humor.
—Te lo
merecés —acepté contenta—. Después de que busquemos un cajero para retirar lo
que te debo.