jueves, 28 de agosto de 2014

LAS CARTAS DE SARA - XXIII



Nina y Dante no se quedaron en el hotel. Habían planificado recorrer el pueblo para ambientarse y, si se presentaba la ocasión, alternar con alguno de sus pobladores buscando pistas que les permitieran ayudar a Sara. La mujer estaba plenamente convencida del relato de su amiga y el hombre, más escéptico, esperaba encontrar respuestas plausibles. Caminaron hasta la plaza habiendo acordado de antemano que no ocultarían su amistad con Sara, pero que el motivo de su estancia era visitarla y conocer su lugar de trabajo. El espacio verde estaba libre de paseantes, tal vez por ser día de semana. Frustrados, decidieron visitar el museo guiándose por las referencias que Nina había extraído de las cartas de su amiga.
—Comprobemos qué cosas la impresionaron —promovió ella—. Desde acá, tomamos por la calle Azul y subimos tres cuadras. Es fácil.
Dante le echó una ojeada burlona. Su novia, capaz de perderse en pleno centro de Rosario, mostraba la seguridad de un baqueano en ese lugar desconocido.
—Bonita, voy a confiar en vos —aseguró pasándole un brazo por la cintura.
—Más te vale —lo desafió con una risa.
Enfilaron hacia la colorida calle y, como había señalado la joven, pronto estuvieron ante la fachada del museo. Estudiaron con curiosidad no exenta de sorpresa el ornamento de la entrada. Nada que semejara a la descripción de Sara. Se acercaron a la boletería que exhibía una pizarra con el costo de la entrada. Dante pidió dos boletos que la empleada le entregó junto a un folleto explicativo.
—¿Es el único museo de la ciudad? —inquirió el hombre.
—Para ser un pueblo chico es más que suficiente —dijo la muchacha con una sonrisa.
Él asintió y tomó del brazo a su acompañante para empezar el recorrido.
—Dejame ver el programa —pidió Nina.
Lo estudió individualizando las tres salas que había mencionado Sara. La puerta con el grabado no estaba señalada. En el salón de taxidermia no había pantera ni animal prehistórico. En el temático los objetos eran escasos y estaban prolijamente alineados sobre vitrinas acomodadas contra la pared sobre la que colgaban algunos tapices, orden que conservaba la sala de atuendos y mobiliario. Nina recorrió cada espacio intentando ubicarlo en el esquema que había trazado su amiga. Buscó la puerta a su alrededor y casi corrió al divisarla. Era la única, y no mostraba en la superficie más que las comunes vetas de madera. Desolada, se volvió hacia el hombre intuyendo que durante el periplo había aumentado su recelo.
—Algo no está bien, Dante. ¡Sara no pudo equivocarse tanto! —casi sollozó.
Él la condujo hasta la salida sin palabras. Lo preocupó verla tan alterada al no reconocer las anomalías relatadas por Sara: —Volvamos al hotel para evaluar esta visita con serenidad —le propuso una vez que pisaron la calle.
—¡No! Si la percepción de Sara está alterada, es mejor que lo asimile con nuestro apoyo. Vayamos a buscarla.
Llegaron al Trust después de las siete. Ada les sugirió que la buscaran en la Clínica. —Entonces pasemos por el auto —formuló Dante sabiendo que no la iba a convencer de lo contrario.
Un médico de guardia les informó que la joven no se había presentado a la tarde por lo que decidieron acercarse a la casa de los Biani. La familia los recibió con cordialidad y les propuso que esperaran a Sara. A las nueve de la noche, convencidos de que no regresaría, se despidieron.
—Debe estar con Max —opinó Dante esperando que la idea tranquilizara a su novia.
—Espero —dijo ella con reserva.
Se habían alejado varias cuadras de la casa cuando una mujer, parada en medio de la ruta, les hizo señas con una linterna para que se detuvieran.
—¡Es Sara! —exclamó Nina creyendo reconocer a su amiga pese a las sombras nocturnas.
—¡Esperá! —gritó Dante intentando frenar su brusco descenso del vehículo.
Apagó el motor y corrió en pos de Nina. Se detuvo, como ella, a pocos pasos de la aparecida al comprobar que no era Sara. La mujer articuló con dificultad: —¡Me llamo Mirta y soy vecina de Ada! ¡Sara me mandó a buscarlos! ¡Está herida!
—¿Qué le pasó? —se inquietó Nina.
—¡El perro…! —jadeó Mirta—. Logramos alejarlo antes de que la destrozara. Armando fue a buscar al doctor y yo vine para llevarlos a ustedes.
—¡Vamos! —urgió Nina.
—¡Un momento! —receló Dante—. ¿Cómo supiste dónde encontrarnos?
—El anciano me lo dijo —respondió la mujer.
—¡No perdamos tiempo! —Se desesperó Nina—. ¡Sara nos necesita!
—Volvamos al auto —decidió el hombre, sin poder aventar esa incómoda sensación de desconfianza.
—¡No! La cabaña de don Emilio está cerca y no hay senda para el coche. Yo los guiaré —indicó Mirta, y volteó hacia el bosque.
Nina la siguió y su novio se puso a la par. Caminaban casi pegados a la mujer, intentando no perder de vista la escasa iluminación del foco en ese entramado de árboles que apenas filtraba el resplandor lunar. Dante, antes de desembocar en el claro, experimentó una punzada de inquietud que se concretó en la presencia del espeluznante can. Al lado de la formidable figura, un hombre de aspecto autoritario y una bella mujer, los miraban casi afablemente.
—¡Detrás de mí, Nina! —mandó, decidido a enfrentarse a la bestia para preservar a su mujer.
—No es necesario que se arriesgue, amigo —dijo el sujeto con calma—. Si no oponen resistencia no tienen nada que temer. Solo deben seguirnos a un lugar adonde estarán seguros hasta que el conflicto se resuelva.
—¡Mirta! —enrostró Nina a su guía—. ¿Así agradecés el auxilio que te prestó Sara?
La nombrada bajó la cabeza y se perdió entre las sombras ante un gesto del individuo.
—No la culpen. Costó convencerla a pesar de la amenaza de ofrecer su hijo a Shag —explicó posando su mano sobre la testa de la bestia—. Le ejemplificamos lo que pasaría entregándole al pichicho una vaca . Ni para un asado, quedó —dijo riendo como si contara un chiste de salón—. Así que les ruego que no me pongan en el compromiso de lidiar con las autoridades de su municipio. Aunque sea engorroso, siempre encontraré el modo de explicar su desaparición.
La pareja intimada no salía de su estupor. La cordialidad del hombre contrastaba con el discurso tortuoso y amenazante.
—Vos sos Cordelia y usted el Administrador —afirmó Nina en tono acusador.
—¡Ah! Veo que Sara nos ha tenido en cuenta —dijo él con voz educada—. Mejor así. Nos entenderemos mejor. Sígannos. Shag irá a su costado para evitar cualquier intento de fuga.
Dante procuró retroceder, lo que suscitó un rugido del animal y la exhibición de su temible dentadura. El dúo que los precedía siguió caminando y ellos los secundaron esperando la oportunidad de escapar. El cancerbero no los perdió de vista hasta que estuvieron encerrados en un espacioso galpón en medio de la fronda. Allí quedaron sumergidos en total oscuridad al cerrarse la puerta.

∞ ∞
Max se detuvo en la Clínica para ponerse al tanto de las novedades. El médico de guardia descansaba y la enfermera nocturna le notificó que todo estaba en orden. Camino a su departamento, se reprochó haber dejado a la muchacha abandonada a su estado de confusión.
—Te contrarió no haberla poseído cuando toda tu sangre clamaba por ella. Fue más fuerte la frustración de tu deseo que el pensar en su bienestar.
—¡Pero yo la amo! —se rebeló contra esa voz insidiosa que desenmascaraba sus más innobles pasiones.
Sara constituía el sentimiento más elevado de su vida y él se dejó dominar por esa arista de su personalidad que no toleraba la postergación. Las cubiertas chirriaron cuando giró el volante para regresar a la casa de los Biani, ansioso por tranquilizar a la joven. Al mirar el reloj del tablero cayó en la cuenta de que iba a cometer un desatino. Eran las doce de la noche y todos estarían entregados al descanso. Confiando en que Sara estaría segura con la familia, se dirigió a la casa de don Emilio. La preocupación de la muchacha por su bienestar era una buena excusa para visitarlo a esa hora en calidad de médico. Superó el barrio de los suburbios y estacionó al borde de la ruta. Se internó con decisión entre la arboleda que Sara había señalado como acceso a la casa del viejo hasta divisarla entre la vegetación. A medio camino de la entrada escuchó el grito que desencadenó su carrera y su zozobra: —¡Sara…! —clamó arrebatado.

martes, 19 de agosto de 2014

ENTRE CAPÍTULOS - Relatos breves



NOTICIAS
Cuento seleccionado en el Concurso Hispanoamericano de Poesía y Cuento Corto "ISAAC ASIMOV"

El agudo gemido del despertador se filtró en su sueño y, como todas las mañanas, Telma alargó el brazo para detenerlo. A continuación, con el hábito originado por muchas jornadas de quedarse dormida, lo corrió a la posición de radio para que los primeros informes del día le rasquetearan la pereza. El locutor la puso al tanto de los índices de desocupación, las marchas de protesta, el vaciamiento de los hospitales públicos, el aumento de impuestos, los enriquecimientos ilícitos, el actual periplo de la presidente con su corte de funcionarios. Decidió que, desde mañana, sintonizaría una FM con música para despertarse, porque después de todo: ¿qué ganaba con mortificarse ante una realidad que no podía cambiar? Como decía su jefe: algunos formaban parte de las noticias y otros las hacían. Estiró brazos, tronco y piernas. Apartó la ropa de cama, se puso las chinelas y, todavía aletargada, caminó hacia el baño. Cuando el agua de la ducha repiqueteó en su piel, recuperó la conciencia de su cuerpo. Salió envuelta en una toalla. En el dormitorio se secó la cabeza y sin vestirse todavía, marchó a la cocina para desayunar. Una buena taza de café con poca leche y dos tostadas untadas con manteca y mermelada. Comió con fruición. Dejó el pocillo en la pileta y volvió al dormitorio para cambiarse. Eran las siete y treinta de la mañana de un día lunes. Como anunciaban tiempo fresco, eligió un trajecito de mangas largas. Lo completó con una remera de mangas cortas por si fallaba el pronóstico. Hoy estaba de expedición. Así calificaba Telma a los días ajetreados. Desde las ocho y cuarto y hasta las diecisiete horas trabajaba en una oficina. A las diecisiete y treinta se reuniría en un bar con Julia y Ernesto para completar la tarea de inglés (y tomarse un cafecito, desde luego). A las dieciocho y treinta tendría la clase de idioma. A las veinte horas trotaría hasta el centro para comprar el regalo de Silvia. Y a las veintiuna horas graciasadiós estaría confortablemente instalada en la confortable silla de la confortable parrilla donde se celebraría el cumpleaños. Hablando de confort… optó por un par de sandalias cómodas de taco mediano. Era el calzado más práctico que tenía. Los tacones bajos y las zapatillas no cuadraban con su escaso estilo deportivo y con su aspiración de ser “secretaria ejecutiva”. Hacia este proyecto estaban dirigidos todos los cursos y jornadas, y la disposición de una buena parte de su tiempo libre en horas extras que esperaba le fueran reconocidas en el futuro. Se pintó los labios, se acomodó el pelo y llamó a un taxi por teléfono. Bajó enseguida. Antes de trasponer la puerta del palier vio al coche de la compañía. Cruzó la calle y el taxista le abrió la puerta desde adentro. Charlaron amigablemente y le indicó que la dejara a dos cuadras de su lugar de trabajo. Aún era temprano y podría caminar pausadamente mientras fumaba el único cigarrillo de la mañana. Le pidió el ticket para poder recuperar el costo del viaje y cruzó la plaza aspirando el humo con deleite. A las ocho y doce minutos el semáforo de la esquina le franqueó el paso hacia el inmueble adonde estaba instalada la empresa que la contrataba. A las ocho y trece minutos no pudo encontrar el edificio. Observó el lugar en el que tendría que estar su oficina. Había un tapial deteriorado que aparentemente ocultaba un terreno. Caminó hacia la casa lindante para verificar la numeración. Y ¡sí!, era la correcta: mil doscientos cincuenta y siete. Fue hasta la esquina para confirmar el nombre de la calle. El letrero ratificaba: ‘Santa Fe’. Habiendo comprobado estos datos concluyó que, pese a la familiaridad de la casa de al lado, ella debía trabajar en la cuadra siguiente. Preocupada por lo ajustado de la hora caminó aprisa. Buscó el mil ciento cincuenta y tres de la calle Santa Fe. “¡Pero si aquí trabaja mi prima!”, pensó Telma. Volvió sobre sus pasos, rebasó el terreno y esta vez llegó al mil trescientos cincuenta y tres de la misma calle. Allí estaba el quiosco adonde siempre compraba cigarrillos. Angustiada, decidió confiar su aturdimiento a la dueña del negocio. Con el correr de los años habían establecido una afable relación. Abrió la puerta y lo primero que la golpeó fue la expresión en los ojos de la mujer: amable actitud de vendedora hacia posible cliente.
—¡Rosa!... —exclamó Telma.
La mirada de la mujer se tornó cuidadosa.
—¿La conozco de algún lado? —preguntó.
—¡Soy Telma! —le dijo con un gesto incrédulo.
—Lo siento. Seguramente es nueva por aquí y por eso no la reconozco.
—¿Nueva? ¡Hace veinte años que trabajo en la misma empresa y diez que soy tu cliente!
—No, está confundida. Yo es la primera vez que la veo —dijo. Y sus ojos no lo desmentían.
Telma se negaba a creer en lo que escuchaba. Un intento de protesta murió ante la frialdad de Rosa. Salió del negocio y cerró la puerta. Sus dedos se demoraron en el picaporte. “¿Adonde iré?”, se preguntó.  “¡A ver a Lidia!”, se respondió esperanzada. Por lo menos el edificio donde trabajaba su prima seguía en el mismo lugar. El terreno vacío era una burla obscena que aceleró sus pasos. Sin aliento, subió los escalones hasta la puerta de ingreso. Pensó que debía tener un aspecto extraño por las miradas que la asediaban. Esperó impacientemente el ascensor y entró antes de que la puerta terminara de abrirse. Marcó el piso doce. En el trayecto, se miró en el espejo. ¿Esa mujer pálida y conmocionada era ella? ¿Qué paradoja la restituyó al olvidado cosmos de la inseguridad? Se volvió dejando la inquietante imagen acechando a su espalda. El elevador se detuvo. Salió con el mismo impulso con el que había entrado. ‘Romano & Asociados’ funcionaba en la primera oficina a la izquierda del ascensor. Abrió la puerta. Lidia estaba en su escritorio. Reanimada, se inclinó sobre el mostrador y sin esperar a ser atendida, la llamó:
—¡Lidia!...
Su prima se volvió. El alivio inicial tropezó contra una máscara de Lidia que nunca había advertido.
—¿A mí me busca…?
¡También la trataba de usted! Un usted impersonal, distanciador. Telma, que no quería ser desconocida delante de los otros empleados, le preguntó:
—¿No podríamos hablar a solas, en alguna parte, sólo por un momento?
Su prima, o quien fuera, se dirigió renuentemente hacia el extremo derecho del mostrador. Intuyendo que no tendría otra oportunidad, Telma la interpeló:
—¿Tu nombre es Lidia Ramírez?
—Sí —le respondió la nombrada con sequedad.
—¿Y tu madre se llama Lucía López?
Le contestó con otra pregunta:
—¿A qué viene este interrogatorio?
—A que si sos hija de Lucía López, yo soy hija de Antonia López su hermana, y vos y yo somos primas.
—Soy Lidia Ramírez y mi madre Lucía López. Pero mi tía Antonia no tiene hijas mujeres —le espetó con irritación—. No comprendo esta burla. ¡Es mejor que se retire antes de que llame al personal de seguridad! —terminó mientras volvía a su mesa.
Telma no dudaba de la seriedad de su amenaza. Retrocedió sin dejar de mirarla mientras se preguntaba con quien había hablado realmente.
Llegó a la calle sin guardar conciencia de sus movimientos. Una súbita agorafobia la impulsó a hacer señas a un taxi. Cerró la puerta del coche aislándose del hostil exterior. Dio las señas de la casa de su madre. Sin esperar el vuelto, bajó del auto y se precipitó hacia la puerta donde vivía su progenitora. Tocó el timbre y aguardó expectante la presencia consoladora. Escuchó deslizarse la mirilla y sonrió al observador invisible.
—¿Quién es? —preguntó una voz distorsionada por el micrófono, pero innegablemente propiedad de su madre.
—¡Telma, mamá! —contestó con impaciencia.
—¿Quién?
—¡Telma! —gritó, renegando de la gente terca que rechaza los audífonos.
—Debe estar confundida. No conozco a ninguna Telma.
—¡Por favor, mamá…, abrime que no estoy para bromas! —casi sollozó.
Volvió a escuchar el ruido metálico. La rejilla se había cerrado. Los pasos se alejaron y con ellos la esperanza. Trastornada, golpeó la puerta con violencia, pulsó el llamador largamente, gritó su frustración. Se alejó instintivamente cuando escuchó una sirena. Al llegar a la esquina se volvió, para descubrir que un móvil de la policía estaba estacionando frente a la casa de su madre. Un borroso presentimiento la empujó detrás de un árbol viejo y desgajado. Desde ese punto vio a un agente tocar el timbre y a su ¿madre...? salir inmediatamente. Los gestos eran elocuentes. Fundida con el tronco esperó a que desapareciera el auto policial. Tras un largo rato volvió a asomarse. Sólo algunos transeúntes caminando por la calle. Tomó otro taxi: “Córdoba y Paraguay”, indicó. Ahora se dirigía a la casa de Andrea, compañera de trabajo y de sección. Antes de visitarla debía tranquilizarse. Además descubrió que lo que más deseaba en medio de este embrollo, era un café bien caliente. Entró a un pequeño bar de la esquina, eligió una mesa alejada de las ventanas (como si tuviera que esconderse) y ordenó el café. Cuando abrió su cartera para pagar, se percató que en el organizador interior no se asomaba el plástico violeta que forraba su documento de identidad. Revisó con minuciosidad todos los compartimentos e inventarió cosméticos, lapiceras, clips, pinza de depilar, lima de uñas, gafas de sol, un frasco de perfume y varios billetes grandes. (“Ay, nena, siempre con tanta plata encima… alguna vez te vas a llevar un disgusto”). Esa era su verdadera madre. Pero ahora era un alivio poseerlos ante la desaparición (¿porqué desaparición, y no olvido o extravío?) de sus documentos personales, sus tarjetas de crédito, su agenda electrónica, su celular y sus llaves. Cerró la cartera y salió a la calle. Andrea vivía por Paraguay. Buscó el séptimo “A” en el portero eléctrico, apretó el botón y esperó. Después de un tiempo prudencial, lo volvió a pulsar. Vio a la portera lustrando la baranda de bronce de la escalera y golpeó el vidrio para llamar su atención. La mujer se acercó y abrió la puerta (este sería el gesto más amistoso que recordaría de ese día).
—Buen día —la saludó.
La portera hizo un movimiento con la cabeza.
—¿No sabe si las propietarias del séptimo “A” han salido? —preguntó con ilusión.
—¿Salido? Hace tiempo que ese departamento está desocupado.
—¿No viven ahí la señora de Meyer y su hija Andrea? —insistió.
—Señorita, le dije que está desocupado —reiteró la mujer con paciencia.
—¿Este es el edificio Torre II de Paraguay 866? —perseveró en el interrogatorio.
—Así es. Y si busca aquí a esa señora y su hija, le dieron mal la dirección —dijo con tono concluyente y cerró la puerta.
Telma sacudió la cabeza con una mueca de desconcierto. Sin su agenda le sería imposible ubicar a Julia y Ernesto antes de la reunión de la tarde. Pero sí podría llegarse hasta el domicilio de Silvia. Vivía a tres cuadras de donde estaba. Caminó con menos expectativa que en los primeros intentos. Y aún menos se asombró cuando una desconocida le aseguró que hacía tiempo que vivía allí y no había oído nombrar ni a Silvia ni a su familia. A las siete de la tarde seguía sola en el bar. A las ocho había perdido el deseo de experimentar más fracasos. Se negó a ir al Instituto de Inglés, donde ya sabía que no estaba matriculada, y a una parrilla en la cual no se celebraría ningún cumpleaños. ¡Basta de búsquedas por hoy!
Miró el puñado de billetes que le quedaban. Debía encontrar un lugar para dormir. “Esta noche un hotel, pero mañana me pongo a buscar una pensión”, se dijo con prudencia. A ese dinero tendría que estirarlo hasta conseguir otro empleo.
El Hotel de La Cortada era económico y aseado. Tuvo que pagar por adelantado porque no traía equipaje. A las nueve de la noche estaba refugiada entre sábanas limpias. No había ningún radio reloj sobre la mesa de luz. No le importó. Ya formaba parte de las noticias que otros cambiarían por música a la mañana siguiente.

miércoles, 13 de agosto de 2014

CONFLICTO AMOROSO - XXVII



La Providencia fue mi aliada para no terminar como Sami. Estaba inconciente y con la pierna izquierda doblada en ángulo forzado cuando la alcancé. Detrás de mí llegó Martín, quien le acercó a la nariz un frasco que sacó de su mochila. Ella reaccionó con un quejido.

—¡Sami, Sami! —llamé con angustia—. ¿Qué sentís?

—La pierna… —se quejó.

El guía le revisó la cabeza y le preguntó si le dolía. Ante su negativa, le pidió que tratara de mover brazos y extremidades inferiores. Ella obedeció y lanzó un grito de dolor cuando lo intentó con la pierna izquierda. La sentamos con cuidado y Martín le hizo preguntas para comprobar que estaba ubicada en tiempo y espacio. Me pidió que la sostuviera mientras él buscaba algún elemento que le sirviera de soporte.

—La cagué, ¿eh? —dijo Samanta, doliente.

—Nos hubiera pasado a cualquiera —aseguré—. Te sujetaremos la pierna para que puedas moverte.

—¿Te parece que volverá?

A mí no se me había cruzado la idea. Le respondí con firmeza: —Estoy segura. De no ser así, nos arreglaremos solas.

—¡Tenés que irte, Marti! Conmigo no podrás llegar arriba…

—¡No digas pavadas! —la regañé—. De ésta salimos las dos o ninguna.

Para nuestro alivio, vimos regresar a Martín acarreando una rama gruesa y larga. Se agachó junto a Samanta y le explicó: —Señorita, le voy a rociar la pierna con un analgésico antes de vendarla.

—Sami, llamame Sami —pidió ella.

—De acuerdo —acercó el aerosol y la pulverizó con prodigalidad.

Revolvió en su mochila y sacó una soga. Menos Sami, absorta en su dolor, él y yo vigilábamos el avance del incendio. Lo ví mover la cabeza contrariado.

—¿Qué pasa, Martín? —le pregunté.

—Antes de afirmarle la pierna, tendría que vendársela para no lastimarla con la soga o la rama… —me clavó la mirada.

—Decime que estás pensando —lo insté.

—Su camisa serviría —aseveró.

No era momento para andar con remilgos. Me la quité y se la tendí. Envolvió con ella la extremidad magullada antes de alinearla con la improvisada tabla y la amarró con la cuerda. Sami lloraba y gemía por el dolor. Martín volvió a rociarla con el anestésico.

—Ya va a pasar, Sami —le dijo—. Sos una mujer muy valiente. Te vamos a incorporar para continuar el recorrido. Tenemos que llegar a las cascadas. Ayúdeme señorita —me pidió.

Entre los dos logramos que Sami se pusiera de pie. El humo había ocultado la claridad de la tarde y escocía nuestros ojos y gargantas. Avanzamos lentamente llevando a mi quejumbrosa amiga casi a la rastra. Por sobre nuestras cabezas escuchamos ruidos de motores.

—¡Deben ser los aviones hidrantes! —exclamó Martín— y seguro que los brigadistas deben estar cerca. Si alcanzamos los saltos de agua tenemos muchas posibilidades de zafar.

Esta manifestación o, tal vez, el efecto del calmante movilizaron a Sami y adelantamos con más celeridad. Pronto el humo y el calor nos sofocaron y Samanta se transformó en una carga dolorosa.

—¡Déjenme aquí! —pidió con voz rasposa—. No quiero seguir…

—¡Un esfuercito más, Sami! —exigió Martín—. Las cascadas están cerca.

(Debido al abuso de los que copian y pegan en su blog adjudicándose la autoría de las novelas a pesar de estar registradas, a partir del 18 de agosto enviaré el final en forma gratuita a quienes estén interesados en leerla. Solicitarlo a cardel.ret@gmail.com)