domingo, 26 de diciembre de 2010

DESPUÉS DEL TEMPORAL - I

Sofía caminó cuidadosamente por el reducido espacio de su departamento. Su salario no le había permitido más que acceder a un crédito apto para comprar un monoambiente. Dentro de veinte años sería suyo. Una sonrisa escéptica acompañó este pensamiento. Hice lo que pude, papá –respondió a la voz que la interpelaba desde su interior. ¿Cómo habría podido terminar una carrera teniendo que asistirlo? Sólo había podido perfeccionar el dominio del idioma alemán que hablaba con fluidez por ser la lengua natal de su madre, y estudiar inglés a la distancia que practicaba en un grupo de conversación todos los sábados mientras dejaba a su papá al cuidado de una vecina servicial. Después de enviudar, la salud de su padre se había deteriorado con rapidez. Un accidente cerebro vascular lo dejó parapléjico y ella abandonó los estudios para cuidarlo y sostener la casa. Tres años de esfuerzos desmedidos y privaciones para costear su atención. Algunas veces pensaba que el paro cardíaco que acabó con su vida lo provocó él mismo para liberarse y liberarla de la penosa vigilancia que requería su enfermedad. Sólo la muerte de su madre lo apartó del rol de padre. No pudo superar la desaparición de la mujer que amaba y se fue retirando a una región de desconsuelo adonde su hija no pudo seguirlo. Sofía suspiró para aventar los tristes pensamientos y buscó el bolso de mano. Dentro de unos minutos pasarían a buscarla y, debido a la falta de energía eléctrica, tendría que esperar en la puerta. Guardó los cigarrillos, el encendedor, el lápiz labial, un pequeño espejo, algunos billetes y una linternita. Sopló las velas y, alumbrándose, bajó los dos pisos hasta llegar al palier del edificio. En este momento se alegró de no haber aspirado a un piso más alto. Los continuos cortes de luz habían convertido en un infierno la vida de sus vecinos de los pisos superiores. Desembocó en el hall de entrada y aguardó detrás de la puerta vidriada. El panorama de las calles a oscuras era algo cotidiano. ¿Quién pensaría que la vida se iba a complicar tanto en la modernidad? La historia del mundo transitaba senderos imprevisibles. La tecnología, dirigida hacia la operatividad y la eficiencia, servía a unos pocos privilegiados y expulsaba a las mayorías. Las consecuencias de la falta de inversiones en infraestructura eran enfrentadas a medida que se sucedían, pero la mutación de las reacciones humanas comenzaba a ser inmanejable. Ella pensaba que el hombre era una materia demasiado volátil para ser capturada en una tabla y sentía que se avecinaban cambios inimaginables. Hubiera deseado salir a la calle, pero la inseguridad, incrementada por las sombras, reclamaba prudencia. Vio que un auto se estacionaba al frente. Al volante estaba Sergio, un compañero de trabajo que se había ofrecido a trasladar a las empleadas del sector administrativo. Abrió la puerta y les gritó un saludo. Cruzó la calle para subir a la parte trasera del vehículo adonde ya estaban acomodadas Norma y Carina. La primera le hizo una de sus típicas observaciones:

-¡Te pusiste el vestido rojo! Desde que te lo estrenaste hace dos años, siempre me gustó.

Sofía la miró con sorna y esbozó una leve sonrisa. Esas estocadas hacía tiempo que la tenían sin cuidado; en realidad, le producían cierta lástima.

-A vos, tu ropa nueva te sienta muy bien –retrucó sin acusar el chascarrillo.

Miró por la ventanilla y comprobó que el apagón se extendía como un negro manchón. Parecía que toda la ciudad estaba a oscuras. Interrogó a sus compañeros:

-¿Alguien viene de un barrio iluminado?

Las respuestas fueron coincidentes. Todos estaban sin fluido eléctrico desde hacía al menos tres horas. Mónica, sentada al lado del conductor, opinó:

-Espero que el restaurante esté equipado para la emergencia. No quisiera volver a mi casa a oscuras para cocinarme la cena.

-¡Siempre tan optimista! –acotó Carina riendo.

-¿Quiénes están invitados al aniversario? –preguntó Sofía.

-Los de siempre –dijo Carina.- ¡Ah! También el nuevo contratista. Me parece que va a estar fuera de lugar. Si sólo habla lo indispensable cuando viene a la oficina, con tantos desconocidos va a ser el monumento al silencio –dijo desdeñosa.

-¡Bien que te gustaría que te hablara a vos! –intervino Norma- A pesar de su tosquedad, tiene una buena facha.

-¿Qué decís? –Contestó Carina- Ni siquiera terminó la primaria. ¿De qué se puede hablar con un ignorante?

-¿Quién piensa en hablar? –carcajeó Norma, coreada por los demás.

A Sofía no le causaba ninguna gracia que se burlaran del hombre. Pocas veces lo había visto, aislada como estaba en la oficina de atrás. No lo tenía muy presente, pero recordó que la saludó educadamente la vez que entró con su jefe al pequeño reducto; educación de la que sus superiores y colaboradores carecían. Respiró hondo y se resignó a pasar la obligada reunión. A pesar de haber roto con un montón de hipocresías en sus relaciones laborales, había determinadas ceremonias en las cuales no podía dejar de participar so pena de quedar totalmente marginada. No había construido ninguna amistad en su trabajo debido a sus características personales que no admitían desidia ni pereza en el desempeño de las tareas, pero mantenía con sus compañeras una tolerable convivencia. Estaban bordeando la costa y la oscuridad no disminuía. Sofía se inquietó. No guardaba memoria de un apagón tan extenso al cual se agregaba la inminencia de una tormenta anunciada por relámpagos y truenos distantes. ¿La naturaleza estaba ya completamente fastidiada por la manipulación humana? El atropello al entorno ecológico se había multiplicado en los últimos años. Le vino a la mente el concepto de efecto dominó. Se apartó de las divagaciones al distinguir un resplandor. Sergio disminuyó la marcha y enfiló hacia la zona iluminada donde destellaba con nitidez un cartel anunciando el nombre del restaurante.

-Deben tener su propio generador –comentó aliviado.

El predio estaba atestado de coches. Un empleado, vestido con ropa anaranjada fluorescente, les señaló un lugar donde estacionar. Sergio maniobró con cuidado –había cambiado el coche la semana anterior- y una vez que lo acomodó, esperó que bajaran las mujeres para cerrar puertas y ventanillas. Un camino iluminado por pequeños spots a ras del suelo (que a Sofía le pareció una burla hacia los ensombrecidos habitantes del centro) marcaba el ingreso al comedor. El camarero ataviado de negro y blanco los recibió con deferencia y los guió hacia la mesa adonde ya estaban ubicados el gerente, la escribana y el nuevo invitado. Sofía se sintió aliviada al tener que saludar a tan escasas personas. No le gustaba ser el centro de atención y si hubiesen llegado más tarde más miradas estarían concentradas en ellos. Esta aprensión la conservaba desde la adolescencia y mucho le había costado revestirse de un cierto barniz de seguridad bajo el cual se agazapaba una congénita timidez. Se ubicó al lado de Carina y frente a la escribana a cuyo lado se sentaba Germán Navarro, el contratista rotulado ya con el mote de ‘silencioso’ por sus compañeras. Observó discretamente al aludido y apartó la vista al sentirse hurgada por la mirada del hombre. No había nada que la perturbara más que las personas que se atrevían a escudriñar el alma a través de esa ventana privilegiada. Afortunadamente -¿o no?- eran una especie en extinción. La mayoría ostentaba una actitud huidiza a través de sus ojos. Ella era conciente de participar de ese mismo ocultamiento, y no sólo por timidez, sino por temor a la decepción. Enfocó la puerta y distinguió al camarero conduciendo hacia la mesa a su jefe escoltado por sus secretarias Adelina y Sol. Ambas vestían llamativamente exhibiendo con generosidad sus agraciadas anatomías. Con la primera, Sofía había tenido una desagradable situación por cuestiones de rendición de gastos a raíz de la cual el novio de Adelina fue despedido de la empresa. La secretaria no ocultó su encono contra ella sin reflexionar que la facultad de decidir los despidos la detentaba el dueño de la firma. El gerente se levantó al verlos llegar –a juicio de Sofía- con obsecuencia.

-¡Ingeniero Méndez, es un placer contar con su presencia! –dijo mientras le estrechaba la mano.

Luego, dedicó sendos besos a las secretarias. Cumplidas las formalidades Adelina, que evaluó a los componentes masculinos con rapidez, se ubicó al lado de Navarro. Sol se sentó a la izquierda de Sofía enfrentando al contratista. La muchacha sonrió para sus adentros al pensar en cómo evitaría ser trofeo de alguna de ellas. Tal vez le gustara, se dijo. Sol interrumpió su pensamiento:

-La verdad, bruja, no te había reconocido. ¿Cuántos quilos bajaste?

-Quince –respondió escuetamente.

Sol volvió a la carga:

-Y como quince años menos, también. Supongo que habrás pasado por el bisturí de Melo. Sólo él puede hacer semejante milagro –terminó con una carcajada.

Sofía la observó preguntándose a qué venía semejante agresividad. Antes de que pudiese contestar, Carina intervino:

-Sofía nos tiene acostumbradas a estas sorprendentes metamorfosis. Y que se vea de veinte no es de extrañar, porque tiene menos de treinta –dijo con una lealtad que la sorprendió.

Se sentía extraña y molesta por el tenor de la conversación. No tenía una relación cercana con Sol y se avergonzaba delante de un desconocido que escuchaba sin participar. Se preguntó que opinaría de este diálogo insustancial. Pero no era tan insustancial. Estaba cargado de malicia y descalificación. Quería mostrar una imagen de ella que correspondía al pasado y no a este presente que sostenía con decisión. Esa noche no estaba dispuesta a bajar su autoestima. El camarero se acercó con Rocío y Pablo, un matrimonio que trabajaba en el área de cómputos. Saludaron y se acomodaron en la mesa. Mientras esperaban a los rezagados, un mozo distribuyó canapés y tragos. La charla se generalizó hacia cuestiones laborales. Sofía probó algunos bocaditos y bebió unos sorbos de vino mientras Carina le susurraba su impresión sobre las secretarias. Cuando la mesa se completó, se dedicaron a estudiar el menú para elegir sus platos. Ella eligió pollo a la parrilla y una ensalada de palta, palmitos y apio. Fue una de las que menos participó en la conversación; hasta Navarro, asediado por Adelina, habló más que ella. Amparada por la distracción de la charla, pudo observar con más detenimiento al contratista. No era un modelo de belleza estándar pero su rostro trasuntaba masculinidad. Cabellos oscuros y cortos con algunos toques grises, ojos pardos y penetrantes. Al observar que Adelina acaparaba su atención, sintió una leve punzada de celos. ¡Santo cielo! Si no lo conocía ni había intercambiado más que un saludo con él. ¿Estaba tratando de competir con Adelina? ¿Por cuál razón?

jueves, 4 de noviembre de 2010

LA HERENCIA - XXXVI

La brusca maniobra de Mariana lanzó a Julián al costado derecho de la cama. A la izquierda la muñeca, incorporada, blandía el puñal que poco antes estaba sobre la mesita de la sala de estar. El joven atrajo a la muchacha hacia su lado y, a pesar de la incongruencia de la situación, arrojó el acolchado sobre la figura y se abalanzó sobre ella para despojarla del arma. Después, presa de una furia incontrolable, la pateó hasta desmembrarla y reducirle la cabeza a un residuo de astillas y pelo artificial. Mariana, arrodillada sobre la alfombra, miraba con estupor el arranque del hombre. Antes de que pudieran reaccionar, entraron Emilia y Luis. La mujer, sin mediar palabra, se lanzó sobre su hija y la abrazó.

-Escuchamos el grito de Mariana –explicó Luis- y creímos que estaban en peligro. –Miró los restos de la muñeca:- ¿Qué pasó aquí?

-Una manifestación más abarcativa – puntualizó Julián.- Esta vez fui testigo de un fenómeno sólo reservado para Mariana.

-¡Dios mío! –exclamó la madre.- ¿Qué otras cosas nos amenazarán?

-No lo sé, Emilia –dijo el muchacho.- Pero esto prueba de que podemos luchar con ellas si estamos juntos.

-¡Vaya! –Insistió Luis.- Esta era la muñeca, ¿no? Parece que le pasó una aplanadora por encima.

Julián, repuesto, largó una carcajada. No sabía si su ensañamiento se debía a impedir el ataque irracional o a resarcir la impotencia de su frustrado acto de amor. La daga amenazante volvió a su memoria y la buscó sobre el piso. Cuando la encontró, la recogió y la guardó en un bolsillo. Acomodó los despojos de la muñeca sobre la colcha, anudó los extremos e indicó al resto:

-Salgamos. Creo que debemos destruir este artefacto para que no interfiera más.

Ya en el exterior, colocó su carga sobre la parrilla, la roció con un poco de combustible que extrajo del auto de Mariana y le prendió fuego. Los cuatro se quedaron mirando las llamas hasta que no quedó más que un residuo negro y aglutinado. Sólo entonces regresaron a la casa y se acomodaron en la salita. Julián volvió a guardar la daga en el estuche que descansaba, abierto, sobre la mesa. Afuera, el firmamento se oscurecía a medida que una formación de nubes oscuras ocultaba el sol.

-Va a llover –dijo Emilia en tono neutro.

Luis le rodeó los hombros con un brazo y ambos quedaron observando la gradual desaparición de la luz. Julián salió a la galería y encendió los faroles. Emitió un potente silbido para llamar a Goliat. No había visto al perro desde que le había acercado el alimento. Mariana, que lo había seguido, lo tomó del brazo y él se volvió a mirarla con una sonrisa. Aguardaron en la entrada hasta que una espesa lluvia empujada por el viento los obligó a entrar.

-Seguro que Goliat encontró un lugar para refugiarse –dijo el joven reservándose la sensación de inquietud que lo ganaba por la desaparición del mastín.

-¿Estás preocupado? –preguntó Mariana, intuitiva.

-¡No! Es un animal inteligente y fuerte. Vendrá apenas amaine la tormenta. –Sus palabras pretendían transmitir una tranquilidad que no sentía porque pensaba que no podía agregar más motivos de alarma al grupo.

Los mayores habían iluminado el interior de la casa y se los escuchaba trajinar en la cocina. Julián, con semblante grave, observaba a Mariana. Ella esbozó una sonrisa, un poco nerviosa ante la profunda mirada del hombre con el cual, hacía pocas horas, habría hecho el amor.

-¿Hubieras pensado hace unos días que por mi culpa estarías enfrentando todas esta calamidades? –le preguntó.

Él se aproximó y sus manos ciñeron sus brazos. Muy cerca, le respondió:

-Hace pocos días ni siquiera me acordaba de la joven arisca que encontré en el súper mercado. Sólo cuando invadiste mi casa volví a recordarte y en ese momento supe que no podría vivir sin vos. La única calamidad es esta larga espera para amarte –terminó con un susurro apasionado.

-¡Eh, chicos! –llamó Luis.- Vengan a comer algo.

Julián le dio un beso leve y la tomó de la mano para acercarse a la cocina. La pareja mayor estaba acomodada frente a la mesa adonde habían distribuido varias fuentes con bocadillos. Comieron con apetito y luego de asear la cocina pasaron a la sala para tomar un café. Julián dirigió varias veces la mirada hacia el exterior con la esperanza de ver a su perro. Hablaron de cosas intrascendentes sin querer mencionar ninguno de los atípicos hechos relacionados con la casa. Mariana y Emilia, acomodadas en el sillón grande, dormitaban a veces bajo la atenta mirada de los hombres mientras la noche avanzaba encubierta por la tormenta.

-Me gustaría haber traído el arma que tengo en el negocio –admitió Luis.- Pero ¿quién iba a pensar que la podría necesitar?

-No creo que sirva en esta situación –replicó Julián.- La única cosa concreta fue la muñeca y ya nos ocupamos de ella. Tenemos que organizar la vigilancia esta noche. Si estás de acuerdo, yo velaré las primeras cuatro horas y vos me relevarás hasta la mañana.

-Me parece bien –dijo Luis. Se incorporó y se desperezó. Mientras se dirigía a la cocina anunció:- Voy a preparar un mate así despertamos a las bellas durmientes.

Julián miró la hora. Las ocho de la noche y sin noticias de Goliat. Temió lo peor para el pobre animal expuesto a las amenazas de las criaturas nocturnas. Recordó el relato de Mariana cuando estuvo por última vez en la cabaña. Tal vez sí hubiera venido bien tener el arma de Luis, se dijo. Deseó fervorosamente que a su perro no le hubiera pasado nada.

Emilia abrió los ojos y se levantó con cautela para no despertar a su hija. Entró al baño de la planta baja y después fue en busca de Luis. Al poco, ambos volvieron con el equipo de mate y un recipiente con galletitas. Mariana salió lentamente de su sopor y se unió a la rueda.

-¿Goliat no volvió? –le preguntó a su dueño.

-Todavía no.

Ninguno intentó una explicación racional a la ausencia. En su fuero íntimo temían lo peor. Emilia pensó que lo lamentaba por el perro y su amo, pero también por la confianza que le brindaba la compañía de la noble bestia. Si no hubiera sido por él, se hubiera perdido en la niebla. Una baja para nuestro frágil ejército, pensó. Apretó los labios para no lagrimear por la profunda congoja que le despertó esa reflexión. Se llevó la mano a la garganta agarrotada por la angustia y sus dedos rozaron el crucifijo que le había dejado Edmundo. Una oleada de esperanza la reanimó. Alguien cuidaría a Goliat como el animal había cuidado de ellos. A las diez de la noche, sin que calmara la borrasca, se retiraron a dormir sin cenar. Mariana, acomodada de costado en el lecho, murmuró:

-No me busquen en la oscuridad. Ella me preservará.

-¿Qué…? –emitió Emilia sofocando el volumen de su voz. Pero la joven ya dormía.

A las once, Julián comenzó la vigilia.

domingo, 31 de octubre de 2010

domingo, 3 de octubre de 2010

LA HERENCIA - XXXIV

-Mariana… -la hipnótica modulación de su nombre ahuyentó el recelo ante una presencia que no encajaba en su estricto mundo de cuatro.

Sus ojos se posaron sin sorpresa en la muñeca que había recuperado del ático. Estaba enmarcada en el vano de la puerta y le ofrecía el vestido blanco bordeado de piedras preciosas.

-Es hora de que acudas a la fiesta en tu honor –le dijo mientras le tendía la prenda y se apartaba para darle paso.

Caminó como magnetizada y tomó el vestido. Sabía que debía lucirlo en la recepción donde encontraría a su papá. Subió las escaleras escoltada por la muñeca de ojos inertes y procedió a desnudarse en su dormitorio para ataviarse con el blanco vestido. Le calzaba como si hubiera sido confeccionado para ella. Vaciló antes de desprenderse del camafeo, pero las piedras que orlaban el borde del escote y los breteles excluían cualquier adorno. Lo dejó sobre la mesa de luz y se miró al espejo. La imagen de su custodia se reflejó en el cristal mientras se ahuecaba el pelo. Completó el atuendo con sandalias blancas de taco alto y bajó rumbo al comedor. Los murmullos de los concurrentes aumentaban a medida que se acercaba al salón. Las arañas de cristal estaban encendidas, el atrio ocupado por un pianista y dos violinistas, y la mesa cubierta de platería y cristal. Los asistentes, repartidos en pequeños grupos, callaron cuando ella ingresó a la estancia. No se había equivocado. Los personajes que el primer día la observaban desde sus marcos estaban ahora congregados a la espera de su presencia. El mundo de Mariana estaba tan distorsionado como su aceptación del sobrenatural escenario. Una mujer de aspecto altivo salió a su encuentro. Era Victoria.

-Querida sobrina –dijo con una sonrisa cautivadora- no veíamos la hora de contar con tu presencia. Te hemos esperado por mucho tiempo, especialmente tu papá. No tardará en venir, pero antes quiero que conozcas a nuestros invitados.- La tomó por el brazo y la fue guiando entre los presentes quienes la saludaron con deferencia. Mariana estaba aturdida por confusos pensamientos que amenazaban el orden del indecible momento. Aventó las inquietantes sensaciones y se centró en la expectativa del encuentro tan deseado. Sus ojos se desenfocaron de las personas cuando avistó al hombre que caminaba hacia ella. Se veía joven como en el retrato de la habitación de su tía y lucía el esmoquin tan naturalmente como los trajes de trabajo que ella le conocía. Lo esperó aferrada a la sonrisa que tanto extrañaba y se refugió entre los brazos que se tendieron hacia ella.

-¡Papá! –dijo emocionada- Sabía que en esta casa te encontraría. Ya no te vas a ir, ¿verdad?

-Nunca, princesita –afirmó la voz querida recreando el apelativo cariñoso con que siempre la nombraba.

Mariana se sobresaltó. Una evocación pugnaba por correr el velo de su conciencia. Fijó la mirada en el rostro de su padre y buscó en sus ojos la respuesta a su aprensión. Cuando en las profundidades no encontró más que vacío, recordó y gritó. Su cerebro, clemente, la desconectó.

Emilia quiso retroceder cuando se dio cuenta de que Mariana no la seguía. Una creciente neblina ascendió del suelo y concluyó la tarea del anochecer. Creyó correr en línea recta hacia la casa cuando unas ramas azotaron su rostro. Extendió las manos y palpó un recio tronco tomando conciencia de que debía caminar con cuidado, porque esta vez había tenido la fortuna de no toparse de lleno con el árbol. Rectificó el rumbo varias veces pero parecía internarse cada vez más en el bosquecillo. Clamó por Luis y Julián pero ninguna voz le respondió. Con el pensamiento puesto en Mariana, siguió caminando infatigablemente. Un gruñido, que le trajo a la mente el relato de su hija, la aterrorizó. Cayó de rodillas aferrando el crucifijo que le había dejado Edmundo y oró invocando la misericordia de un dios del cual se había apartado cuando murió su marido. Un aliento cálido sopló sobre su rostro y un áspero lengüetazo le barrió la mejilla.

-¡Goliat! –gritó Emilia aferrándose al cuello del perro y sollozando de alegría. Sujetó el collar y le ordenó con firmeza:- ¡Goliat, buscá a Julián!

El can la arrastró entre los espesos jirones de niebla hasta que pudo escuchar las voces de los hombres.

-¡Luis, aquí estoy! –vociferó por temor a dejar de oír los sonidos masculinos.

-¡No te muevas, Emilia, que ya te ubiqué! –la orden fue acompañada por una corrida que la precipitó contra el cuerpo fornido de Luis.

Amparada entre los brazos de ese hombre que ya era indispensable en su vida, cedió su fortaleza y se licuó en lágrimas que él enjugó a besos. La boca ardorosa cubrió la suya y aspiró el último sollozo en una caricia que los aisló temporalmente de la adversidad. Los separó un grito que provenía de la casa visible ya sus luces por la súbita retirada de la neblina.

-¡Mariana! –El clamor de Julián, que corría desesperado hacia la vivienda, se sincronizó con el de la madre.

El joven ya había traspuesto la entrada cuando ingresaron Luis, Emilia y Goliat. Los primeros revisaron la sala de estar y cuando iban a subir las escaleras, vieron al can dirigirse hacia el comedor. Lo siguieron hasta la gran puerta abierta de par en par. Arrodillado y sosteniendo el cuerpo laxo de Mariana, estaba Julián suplicándole que le hablara.

-¿Qué le pasó a mi niña? –sollozó Emilia.- ¿Está bien?

Julián se incorporó cargando a la joven y la llevó hasta la sala. La extendió sobre el sofá grande y comprobó que respiraba con sosiego y no tenía ninguna herida.

-Sólo está desmayada –aseveró recuperando el dominio.

Todos miraban sorprendidos la vestimenta de la pálida muchacha. Su enamorado divagó con una princesa que aguardaba un beso para despertarse.

-¡No fue mi intención dejarla sola! Pero cuando me dí cuenta de que no me seguía, no pude volver… -se lamentó Emilia sacándolo de su ensueño. Acarició el rostro de su hija y se acusó:- No debí descuidarla.

-No te persigas con un descuido, querida –pidió Luis.- Alguien preparó el incidente para separarnos de ustedes porque es posible que le sea más fácil lidiar con dos mujeres. Tal vez –agregó sonriendo desvaídamente- debamos pasar juntos las noches que restan hasta el viernes.

-¡Es una gran idea! – reconoció Emilia reanimada.- El dormitorio que ocupamos es muy amplio y podremos acomodar las camas sin problemas.

A Julián no le entusiasmó la propuesta de Luis. Quería estar a solas con Mariana para concretar la consumación amorosa que lo devoraba y adquirir el derecho de exigirle que renunciara a la herencia. Un suave gemido de la joven preludió que volvía a la conciencia. Cuando abrió los ojos un terceto preocupado la observaba. El rostro de Julián, muy cerca del suyo, reflejaba la intensidad de sus sentimientos. Ella se dejó arrastrar hacia el torbellino de sensaciones que lo colmaban y un intenso deseo de pertenecerle nubló su mirada. El hombre rodeó el torso de Mariana y la estrechó contra su corazón descontrolado mientras le prometía que nunca más la dejaría sola. Una mano se apoyó en su hombro y anunció el fin del oasis de intimidad. Emilia reclamaba su derecho. Después de prodigarle sus caricias de madre, la interrogó:

-¿Te acordás que pasó cuando salí detrás de Luis y Julián?

Mariana suspiró y se sentó:

-No demasiado. Algo me impidió seguirte. Parece absurdo, pero me sentí impulsada a ponerme este vestido y bajar al salón. No puedo recordar más… -dijo ofuscada. Se llevó mecánicamente la mano al cuello:- ¿Y el camafeo de la abuela adónde está?

-No lo tenías cuando te encontré en el comedor –aseguró Julián.- Voy a ver si lo encuentro.

-¡No! –dijo Emilia. Por esta noche basta de separarnos. Es mejor que transportemos las camas al dormitorio y tratemos de descansar.

-¿Qué camas? –preguntó su hija.

-Es una idea peregrina de Luis –acotó Julián con sorna.- Desde esta noche dormiremos los cuatro juntos. Claro que en camas separadas.

Mariana rió de la ocurrencia lo que provocó la distensión que todos necesitaban. Luis, apelando a su sentido práctico, anunció que iba a preparar un refrigerio e invitó a Emilia a que lo secundara. Julián se acercó a Mariana y la tomó entre sus brazos. No hubo resistencia por parte de la joven que respondió a su beso con una pasión que disparó la sangre del hombre a la porción más sensible de su anatomía. Se separaron para recuperar el aliento y en sus miradas enturbiadas quedó plasmado el futuro de ese deseo inacabado. Se habían apartado antes de que Luis y Emilia regresaran con la bandeja de la vianda. Después de comer los hombres trasladaron las camas y al rato dormían los cuatro acompañados por Goliat, a quien Emilia insistió en mantener dentro del dormitorio.

domingo, 26 de septiembre de 2010

LA HERENCIA - XXXIII

Mariana se aletargó bajo el calor del sol esperando el regreso de Julián. Sólo con él se atrevería a compartir la pesadilla que la asaltó desde la pantalla de su terminal. Abrió los ojos cuando el cálido aliento de Goliat resopló contra su cuello. La figura de su dueño se erguía delante de ella observándola con profunda concentración. La joven se incorporó y lo tomó de un brazo:

-Tengo que hablar con vos. Caminemos.

Cuando llegaron al límite del solar con el bosque, ocultos a la vista de los mayores, le refirió la imagen que había llegado a su e-mail.

-No quise decírselo a mamá ni a Luis. De cualquier manera el mensaje desapareció de la pantalla.

-Creo que las cosas se están acelerando –opinó el joven- y temo cada vez más por tu seguridad. Estas ilusiones son intentos para socavar tu ánimo, de modo que tendrás que esforzarte en ignorarlas. Hasta el viernes es mejor no propiciar ninguna situación que debilite tus defensas.

El tono de Julián era tan contundente que por un instante ella desplazó la responsabilidad de su rol hacia el hombre. Reaccionó al momento sabiendo que sólo sus conocimientos sobre la historia de la familia le darían la ventaja para luchar contra los designios de su tía. No se le ocurrió más que preguntarle:

-Y entonces, ¿qué haremos hasta el viernes?

Él se acercó y le dijo en voz baja:

-Tenernos el uno al otro, ¿qué te parece?

Mariana lo miró turbada. Esta proposición hecha con calma la sacudió más que una declaración de amor apasionada. Tenerse el uno al otro implicaba un acercamiento sexual y un compromiso de a dos. ¿Acaso no lo había vislumbrado? Antes de que pudiera contestarle, el joven la tomó por los hombros y manifestó con aspereza:

-No sé que va a pasar el viernes, pero daría la vida por librarte de cualquier mal. Y todavía no te he besado, que es algo que deseo desde que te ví.

-¿Desde que me viste en el súper…? –preguntó tontamente.

Julián la atrajo contra su cuerpo y bajó la cabeza buscando la boca de la joven. Su designio era inexorable. La besó con delicadeza explorando con sus labios la boca trémula para luego adentrarse en una caricia que los dejó sin respiración. Fue un beso inédito que dio de baja las experiencias anteriores. Atravesado por la urgencia de sus sentidos, la apretó contra sí respondiendo al atávico mandato de entrega y posesión. Mariana se abandonó a la fortaleza de los brazos masculinos que anticipaban sus más ocultos deseos. Él la apoyó contra un árbol mientras sus manos buscaban piel debajo de la remera. El presente desplazó la adversidad del futuro y la realidad -enmascarada en el grito materno- la ilusión del amor consumado.

-¡Mariana…! ¡Julián! –la voz de Emilia sonaba intranquila.

La pareja se separó tratando de recuperarse. Antes de salir del bosquecillo, Julián detuvo a la joven y le acomodó la ropa. Le acarició el rostro, la besó ligeramente y le dijo con una sonrisa:

-La próxima vez cuidaré de que tu linda mamá esté haciendo un viaje por la Polinesia –y con una intensidad que disparó el corazón de la muchacha:- Te quiero, Mariana, y no hay conjuro que pueda apartarme de vos.

La confesión de Julián quedó sin respuesta al aparecer Emilia a la carrera seguida de Luis. Una expresión de alivio, reemplazada al instante por otra de contrariedad, subrayó sus palabras:

-¡Adónde se habían metido! ¿No saben que cuando alguno de ustedes se ausenta me pongo como loca?

-Tranquila, mami. Julián y yo sólo paseábamos –la abrazó y cruzó una mirada cómplice con el nombrado que no escapó a la observación de Luis.

Cuando volvieron a la casa compartieron algunos mates y Emilia, aún sensible por la transitoria desaparición de los jóvenes, evidenció su preocupación por el episodio de la computadora.

-Me alarmé porque justo después que te fuiste –le dijo a Julián- Mariana vio algo en la pantalla de la notebook que la asustó. Y aunque la explicación que nos dio al principio me pareció razonable, recordé ese incidente cuando ustedes se perdieron de vista. Fue algo más que un viejo correo de papá, ¿verdad? –ahora la pregunta apuntaba a su hija.

-En otra ocasión hablaremos de ello. Pero tené la seguridad de que nada pasó que te pueda preocupar. Ahora quisiera darme una ducha. ¿Me acompañás?

Emilia la siguió con presteza comprometida con el acuerdo de no dejarla sola. Abajo quedaron dos hombres intranquilos en compañía de Goliat. Un silencio introspectivo los absorbió durante media hora hasta que el perro se paró frente a la puerta y Julián se levantó para abrirla. La tarde avanzaba y las sombras ganaban espacio. Luis encendió las luces de la galería y se demoró en el exterior esperando con Julián el regreso de Goliat que se había internado en la arboleda.

-Todo esto me parece una locura –explotó el joven.- Debemos sacar a las mujeres de aquí aunque sea a la fuerza. ¡No puedo permitir que a Mariana le pase algo! ¿Vos te arriesgarías con Emilia? –preguntó ante la mirada indecisa de Luis.

Antes de que el hombre le respondiera, un penetrante aullido les erizó la piel. Julián corrió hacia los árboles voceando el nombre de su perro. Luis lo siguió en forma irreflexiva en tanto las mujeres que acababan de bajar se asomaban a la puerta. Emilia persiguió a los hombres al grito de “¡Vamos, Mariana!”, espantada de quedarse a solas en la casa. La muchacha sintió que sus reflejos la habían abandonado. Quiso seguirla pero sus piernas no le respondieron. Una opaca niebla desdibujó las figuras que se alejaban y antes de girar hacia la casa convocada por la voz que la nombraba, vio a su madre volverse en su busca.

domingo, 12 de septiembre de 2010

LA HERENCIA - XXXII

Varios golpes en la puerta pusieron en guardia a Goliat y sus protegidas. La primera en saltar de la cama fue Emilia quien preguntó con voz soñolienta:

-¿Luis?

-Julián, Emilia. El desayuno está preparado. Las espero para bajar.

Se higienizaron y vistieron con premura asombradas de que hubieran pasado una noche sin sobresaltos. Abajo los aguardaba Luis con café y tostadas recién hechas. El semblante de los cuatro denunciaba que habían tenido un descanso reparador. Media hora después, iniciaron el recorrido por los alrededores. En primer lugar visitaron la vieja cabaña adonde Mariana, acompañada por su vecino, bajó por segunda vez al sótano mientras arriba vigilaban su madre, Luis y el perro. No se produjo ninguna manifestación más que la sincronización de su mente con acontecimientos del pasado. Llegaron hasta el estanque en cuya orilla estuvo absorta largos minutos para continuar la marcha entre el denso follaje que rodeaba la casa. La caminata les llevó más de dos horas en cuyo transcurso nadie habló considerando la concentración de la joven. El periplo terminó al comienzo de la senda que llevaba a la calle. El sol estaba en su cenit anunciando el mediodía. Allí Mariana quebró el silencio con una invitación inesperada.

-Ahora –anunció- los invito a que vayamos a almorzar fuera de la casa.

Tres miradas asombradas convergieron sobre ella. Le nació una risa espontánea y aclaró:

-Podemos alejarnos un rato. Además, me queda por explorar el camino de entrada. Luis y mamá pueden adelantarse en el auto. ¿Me acompañás, Julián? –le preguntó al joven que aún lucía dubitativo.

-Vos mandás –respondió al cabo.- Llevaremos a Goliat. No me arriesgo a dejarlo solo.

Ella asintió y poco después caminaban tras el vehículo de Luis al que pronto perdieron de vista. Ambos sabían que no era un paseo común. Mariana deambulaba entre los árboles bajo la atenta mirada de Julián. El mastín acompañaba los pasos de su dueño como si entendiera que no era momento para correrías. El joven estaba pendiente de la figura y los movimientos de Mariana. Sentía que había establecido con ella una conexión tan íntima como si hubiesen convivido por mucho tiempo. Se preguntó si ese lazo mutuo perfeccionaría el momento de la unión real. Observando el suave perfil de esa muchacha que se había convertido en el foco de sus aspiraciones amorosas, ansió tenerla entre sus brazos y hacerle olvidar con sus besos la empresa en la que se sentía implicada. ¿Besos? Sonrió para sus adentros. Si ni siquiera habían intercambiado uno. Era la mujer a la que más había deseado en su vida y aún no había besado. ¿Qué señales dejaría esta contienda en su espíritu? Lo único que ansiaba era que no malograra ese naciente interés que creía haber despertado en ella. Mariana aceleró el paso como si ya no hubiese nada por descubrir. Poco después divisaron el auto estacionado frente a la verja abierta. Julián distinguió el gesto de alivio de Emilia antes de ubicarse en el asiento trasero y cambiar una rápida mirada con Luis por el espejo retrovisor. Eligieron almorzar en el restaurante ubicado en la terraza verde del supermercado. La distribución de las mesas flanqueadas por maceteros con ligustros de flores blancas y violáceas preservaba la indispensable intimidad. Mientras esperaban los platos escogidos, Emilia urgió a su hija:

-Mariana, somos todo oídos.

La chica se rió del tono solemne de su madre provocando una sonrisa en los rostros masculinos. Después, se puso seria y se concentró en el testimonio:

-Este último tramo completó los huecos que me quedaban de la memoria familiar. El abuelo Dante fue uno de los sucesores del Gran Regente de esta Orden fundada en el siglo XIII por Arnaldo de Villanova. El siguiente mandato estaba destinado a papá, pero ya sabemos que él renunció a continuarlo. Aunque en sus orígenes pregonaba la llegada del Anticristo, sus seguidores se concentraron en preservar y aumentar los saberes de la cofradía. Los últimos herederos del poder se habían apartado de los preceptos originales de la hermandad, pero Victoria quería recuperarlos para concluir el designio que la originó.

-¿Querés decir la llegada del Anticristo? –interrumpió Emilia asustada.

-Sí, mamá. Ella se estuvo preparando todos estos años para suceder a su padre. Se hubiera valido de cualquier acto depravado para lograrlo. Recurrió a prácticas de brujería y logró conectarse a través de invocaciones y sacrificios con entidades maléficas que la sirvieron. Como las que nos rodearon en el edificio del abogado o las que me amenazaron en el sótano de la cabaña.

-¿Sacrificó animales o personas? –preguntó Luis que había quedado suspendido en esa parte del relato.

-Ambos, si consideramos que manipuló a los animales para volverlos en contra de los humanos y los arrojó a una cacería que terminaba con la muerte. Hombres y animales desaparecían en las profundidades de la laguna.

-¡Aj! –dijo Emilia.- ¡Y pensar que nos bañamos en ese estanque!

-Pero todas sus habilidades no la protegieron contra la muerte –reflexionó Julián.- Debería valerse de otro cuerpo para reencarnar. Si quería servirse del tuyo, ¿por qué intentó eliminarte? -Porque hubiese cumplido con la condición necesaria para suceder a su padre y dominar a cualquier individuo que quisiera. El tiempo se le acaba y aunque sus poderes son temibles, carecen de sustancia. Sólo puede manipular nuestra mente. La abuela insistió en que debíamos mantenernos juntos porque no puede influenciarnos en grupo.

La conversación se interrumpió con la llegada de la camarera. Repartió los platos y dejó una fuente extra con carne asada sin condimentar y un recipiente con agua. Goliat, echado junto a su dueño, devoró en pocos minutos la porción que le acercaron. Después de almorzar, reacios a volverse, caminaron por los alrededores del supermercado. Mariana insistió en comprar la computadora portátil y entró al negocio con Emilia. Regresaron a la casa alrededor de las cuatro de la tarde. Los mayores acomodaron la mesa y los sillones bajo la galería y mientras Julián y Luis se quedaban charlando, madre e hija subieron a darse una ducha. Cuando bajaron, Mariana miró el reloj que indicaba las cinco de la tarde y pensó en que tenía tiempo de controlar su casilla de correo. Luis apareció con el mate y una bandeja de facturas anunciando la hora de la merienda. Lo miró con complacencia y le pidió mientras se dirigía a la sala de estar:

-Dejame un lugarcito en la mesa para la compu porque voy a revisar el correo mientras tomo unos mates.

Julián había colocado el estuche de la notebook arriba de la mesa ratona. La desembaló y la trasladó afuera. Después de tomar el primer mate, la abrió y se conectó a la red. Borró los mensajes spam y respondió varios correos. Mientras abría un archivo, se activó la bandeja de entrada. Un opaco malestar se instaló en su estómago al reconocer la dirección del contacto: edstefano@hotmail.com. Alguien usaba el mismo correo de su papá. ¿Por qué herirla con ese recuerdo? La mano trémula operó con torpeza el ratón señalando la apertura del mensaje. Una exclamación ahogada se escapó de sus labios mientras cerraba la máquina que comenzó a emitir una potente alarma. Luis y Emilia clavaron la mirada sorprendida en el rostro de Mariana. Se la veía pálida y descompuesta.

-¿Qué ocurre, hija? –preguntó Emilia levantándose de la silla, imitada por su acompañante.

Ambos estuvieron inmediatamente a su lado. La joven se limitó a levantar la tapa de la computadora e indicó la pantalla. Los adultos la observaron con atención y volvieron a mirarla interrogantes.

-¿Qué viste, hija? –insistió su madre.

Ella se forzó a contemplar el monitor y sólo vio la inofensiva lista de mensajes recibidos. No la imagen de su padre destrozado por el camión, en un féretro abierto. También había desaparecido el correo que contenía la brutal fotografía. ¿Por qué fotografía? Si lo velaron a cajón cerrado por las terribles heridas que sufriera en el accidente. Ni siquiera tuvieron el consuelo de acariciar o besar su rostro inerte. ¿Debía compartir su visión con los mayores? No. Tomó aire para oxigenarse e improvisó una explicación:

-Es que… Abrí un antiguo mensaje que me había enviado papá. No creí que me iba a provocar tal conmoción –balbuceó sin fingir, aún bajo el impacto de la cruda imagen.

Emilia la abrazó y acarició su cabeza. Con voz entristecida, le dijo:

-Mi amor, sé que es difícil, pero deberías poner en una carpeta esos correos hasta que puedas mirarlos con más tranquilidad.

-Eso haré, mamá –apagó la notebook y la cerró.- Miró a su alrededor.- ¿Adónde está Julián?

-Fue hasta su casa para traerse algunas prendas y alimento para el perro –contestó Emilia.

-Me voy a llevar la reposera al lado de Goliat para tomar sol –avisó la joven ansiosa de aislarse para evitar más preguntas.

Luis se había quedado intranquilo por el episodio protagonizado por Mariana. No podía imaginar qué había visto la muchacha, pero estaba seguro de que era algo más perturbador que un simple mensaje. La confidencia de Emilia certificó su intuición:

-Presiento que mi hija no quiso decirnos que fue lo que la trastornó cuando miró la pantalla. Y creo que está relacionado con los fenómenos que se producen en esta casa. Tengo miedo, Luis...

El hombre cobijó en sus brazos a la atribulada mujer. No tenía muchas palabras para consolarla porque compartía sus aprensiones. La besó suavemente en la sien y le prometió:

-Voy a estar en guardia permanente para que nada las lastime. Sabés que sos lo más importante en mi vida, ¿verdad?

Emilia asintió y se desprendió del abrazo con suavidad. Sus dedos rozaron los labios de Luis al tiempo que su mirada se tranquilizaba. Él depositó un beso en su mano y le dijo para confortarla:

-Ahora tomemos unos mates y no perdamos de vista a Mariana.

domingo, 5 de septiembre de 2010

LA HERENCIA - XXXI

Julián, después de la cena, acompañó a Goliat afuera mientras Mariana preparaba café. Cuando regresó, ella les contó su experiencia.

-Supongo que papá pensó que si nos tenía alejadas de su familia no nos veríamos involucradas en sus prácticas. Sólo su padre conocía las capacidades del hijo varón, entre las que se contaban la de adelantar el futuro y la comprensión innata de los símbolos. No estuvo el tiempo suficiente en la casa para terminar de desarrollarlas pero supo, mami, que te conocería y quiso que ese fuera su destino. Porque era el emergente más sano y deseaba tener una vida normal, se fue de su hogar a instancias de la abuela y no volvió pese a los reclamos de Victoria. Dejó dos objetos tras él: la cruz y la daga. El más preciado lo destinaba a vos. Por eso grabó tu nombre –aclaró mirando a Emilia.- El otro estaba reservado para protegerme. Él venía a recogerlos la noche en que sufrió el accidente… -Hizo una pausa.- Iba a intimidar a su hermana porque supo que yo correría peligro. Ella anhelaba ser la sucesora del abuelo aunque la jefatura de la hermandad estaba consagrada a los hombres. Sólo cometiendo un acto abominable podría reemplazar al Gran Regente. Tanto el parricidio como el fratricidio le fueron negados porque papá murió en un accidente y la abuela de languidez cuando ordenó que pintaran su retrato.

-¡Es monstruoso lo que decís, Mariana! –interrumpió su madre, impresionada.- Pero si esa espantosa mujer está muerta, ¿cómo podría suplantar a su padre?

-A través mío, mamá –dijo la joven después de una pausa.- Espera usar mi cuerpo para concluir el rito de iniciación. Entonces, podrá sustituirme por entero.

Emilia se incorporó bruscamente y la abrazó. Su grito repercutió más allá de los muros de la cocina:

-¡No lo permitiré! ¿Escuchás, Victoria? ¡No te vas a apoderar de mi hija!

Los hombres estaban conmocionados por la revelación de Mariana. Luis se acercó a las mujeres y atrajo hacia sí a la trémula madre que se refugió llorando entre sus brazos. Julián confirmó en los ojos de Mariana la veracidad de su testimonio. Con tono grave, preguntó:

-¿Qué más debemos saber para ayudarte?

-Esta cofradía persiste a lo largo del tiempo porque no se interrumpió la línea sucesoria. Sus regentes practican la metempsícosis y transmigran su alma a un cuerpo presente en el momento de la muerte. Cuando el abuelo falleció no había nadie más que su hija en la habitación, por lo que el traslado no pudo ejecutarse. Él podría haber consentido, pero no le perdonó la promesa incumplida de disponer la presencia del substituto en su lecho de muerte. El abuelo no era malo, ¿sabés? Estaba encandilado por la acumulación de conocimientos y deseaba, como todos sus antecesores, que no se perdieran. No era esa la ambición de su hija para quien el conocimiento representaba poder y estaba dispuesta a cualquier sacrilegio para lograrlo. El viejo lo sabía y sacrificó su continuidad para malograr sus planes.

-Entonces –dijo el joven- si el conocimiento se perdió, ¿qué pretende recuperar tu… tía? –Casi le repugnó aplicar ese apelativo familiar a la perversa mujer.

-Si logra servirse de mí antes del plenilunio, recuperará los saberes de la hermandad…

-Y el cambio de luna es el viernes – completó Julián.

-Sí. Aún restan dos días para que pueda fortalecer mi percepción. Mientras tanto, ella intentará entorpecer mi aprendizaje.

-¡Por Dios, querida! –Intervino su madre que, después de recuperar la calma en brazos de Luis, había escuchado el diálogo de los jóvenes- ¿Podremos impedir su intromisión?

-Si ustedes están conmigo no podrá manipular mi mente. Eso es lo que reiteró la abuela. Cada día lejos de su influencia servirá para afianzar mi entendimiento y reforzarme para la confrontación.

-¡Confrontación, confrontación…! –rezongó Luis.- Esa es palabra propia de hombres. ¿Por qué tenés que ser vos?

-Porque sólo de mí puede valerse Victoria. De mi capacidad para desentrañar el significado de los símbolos o de mi persona para concluir su acto depravado. No leeré voluntariamente ningún libro ni cometeré ninguna herejía si soy dueña de mi pensamiento- pronunció como un voto.

-¡No te vamos a dejar sola ni a sol ni a sombra! –prometió su madre.- Creo que es hora de que vayamos a descansar.- Lo miró a Julián y le preguntó:- ¿Te molestaría que Goliat durmiera con nosotras?

-Quisiera yo tener el honor –contestó el joven risueño.- Pero me conformaré con dejarles a mi guardián.

-¡Mamá! Exagerada como siempre… –dijo Mariana para ocultar la turbación que le produjo la respuesta de su vecino.

Luis sonrió ante la salida de Julián. En el escaso tiempo en que se conocían demostraba una gran capacidad de recuperación. A todos los habían sacudido los enigmas de la casa, pero en su caso lo unía una larga relación con las herederas. Claro que el amor es atemporal, se dijo. Tendría un buen socio para defender a las mujeres. Apagaron las luces de la planta baja y dejaron encendidas las de la escalera. En la puerta del dormitorio de Emilia se despidieron:

-Duerman tranquilas que Goliat y sus ayudantes velarán por ustedes –bromeó Luis con una sonrisa.

Mariana ya había entrado cuando su madre se paró repentinamente en punta de pies para alcanzar la boca de su pretendiente; un beso fugaz que lo dejó aturdido cuando la puerta ya se había cerrado tras ella. El comentario jocoso de Julián lo despabiló:

-¡Eh, amigo! Que aunque te plantes toda la noche esa puerta no se volverá a abrir. Salvo que te conviertas en perro, claro. En esta casa todo es posible… -agregó con un movimiento de cabeza.

Luis enfiló hacia el cuarto que compartían y al pasar junto a Julián fingió que iba a golpearlo. El muchacho lo esquivó riendo entre dientes y le pasó un brazo fraternal por los hombros. Así ingresaron a la madrugada del miércoles.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

LA HERENCIA - XXX

Mariana insertó la llave en el pequeño orificio y empujó la puerta hacia fuera. Tanteó dentro del compartimiento y sacó una caja que traspasó a su madre mientras terminaba el registro. No encontró nada más. Cerró la puerta y aseveró:

-Fin de la búsqueda. Esto es lo que debíamos encontrar.

Nadie dudó de la certeza de la afirmación. Se dirigieron a la salida con secreto alivio por abandonar ese cuarto de atmósfera opresiva. Bajaron y se instalaron en la sala de estar. Emilia examinó con expresión abstraída el estuche. Aunque su hija era conciente de que el contenido aportaba una pieza más al rompecabezas que estaba destinada a completar, respetó la primacía materna de explorar ese objeto que otrora perteneciera a su esposo. Luis no perdía detalle de esa mirada que parecía catapultarla al pasado. ¿Perdería otra vez la contienda con un fantasma? Julián, acomodado al lado de Mariana, buscó su mano y la encerró en el puño fuerte y cálido. Esperaron en silencio a que Emilia se repusiera. Cuando levantó la vista, no mostraba ya rastros de la conmoción provocada por el hallazgo. Estiró la caja y se la alcanzó a Mariana.

-Abrila vos, hija. Creo que revelará un aspecto de tu padre que desconocemos.

La joven recorrió con las yemas de los dedos cada borde buscando algún intersticio que le permitiera levantar la tapa. Un pequeño relieve la estimuló a presionarlo y la cubierta se abrió suavemente. Sobre un tapizado de terciopelo negro descansaban una cruz plateada engarzada en piedras y una daga con la empuñadura idéntica al crucifijo. Mariana levantó la cruz que colgaba de una cadena, y lanzó una exclamación al observar su reverso.

-¿Qué pasa, nena? – prorrumpió Emilia alarmada.

Su hija le estiró la joya sin palabras. Las letras estaban grabadas con claridad y se leía un nombre: “Emilia”.

-Parece que papá no tuvo tiempo de dártelo… –murmuró. Seguidamente sacó la daga de la caja y la miró con detenimiento. No tenía destinatario.

-Es extraño –dijo su madre.- Según Edmundo no volvió nunca a su casa después de haberla dejado y nosotros nos conocimos varios meses después.

-Entonces papá te anticipó como hizo la abuela conmigo, o te ocultó la verdad –afirmó Mariana.- Sería bueno que te la colgaras del cuello.

Emilia asintió. Le pidió a Luis que asegurara la cadena mientras se levantaba el pelo para dejar la nuca al descubierto. El hombre se apresuró a abrochar el cierre y sus dedos un poco temblorosos rozaron la piel de la mujer provocándole un estremecimiento. Julián, que le había pedido el arma a Mariana, la estudiaba concienzudamente.

-Tanto la cruz como la daga deben ser muy valiosas. Habrá que develar el significado de este puñal. ––dictaminó. Lo volvió a introducir en la caja y la cerró.- Por ahora, es mejor guardarlo en el estuche. Ya estuviste expuesta a demasiados accidentes.

Mariana lo dejó sobre una pequeña mesa. Le agradó el tono protector del joven. Pensó que a pesar de su predestinación y las capacidades que se le habían manifestado en ese ámbito, seguía cautivada por la presencia de Julián y ese deseo latente de una relación sin restricciones. La voz de Luis detuvo su reflexión:

-Mariana, hace un momento declaraste que debíamos permanecer en la casa. ¿Cuál es el objeto de no abandonarla?

-La abuela me dijo que era importante para recobrar mi percepción –dijo con naturalidad la escéptica muchacha que asumía sin cuestionamientos el rol que le incumbía en la familia paterna.- Cada ámbito de esta casa tiene algo que transmitirme. Ahora estoy preparada para captarlo.

-¿Debemos empezar la recorrida? –preguntó Emilia inquieta.

-Antes de que anochezca, mami. Mientras estemos juntos no correremos peligro.

-Empecemos entonces –dijo Julián.- Vos dirás por dónde.

-Desde el ático hasta el bosque.

-¿Hoy mismo? – profirió su madre alarmada.

-No. Hasta que anochezca. El exterior lo recorreremos de día. –Se acercó a Emilia y la abrazó.- ¡No quiero que estés asustada, mamá! Iremos con tres guardaespaldas si contamos a Goliat.

-Nos sentimos totalmente halagados por la comparación, ¿verdad, Julián? –dijo Luis con una carcajada espontánea que distendió la tensa situación.

-¡Y bien que debieran, caballeros! Ninguno de ustedes ha enfrentado el peligro con la valentía de este adorable perrito –alegó Mariana abrazando al can.

-¡Vamos ya! –urgió Emilia observando las sombras que se alargaban hacia los ventanales.

Julián abrió la marcha tomando a su joven vecina de la mano. Su mente lo proyectaba hacia un pasado cercano donde su vida, carente de misterios, discurría entre situaciones ordinarias: trabajo, relaciones parentales, amistosas y sentimentales, reuniones, viajes. Conocer a Mariana lo arrojó a una dimensión insospechada y atemporal a la que se había adaptado sin demasiados cuestionamientos. Pero si éste era el precio por conservarla –admitió- lo pagaría sin reclamos. A la zaga, iban Luis y Emilia escoltados por Goliat. Accedieron al desván con mayor seguridad que la primera vez y Julián liberó la mano de la joven para dejar que se moviera con libertad. Ella se irguió en el centro del recinto y cerró los ojos. Su abstracción se prolongó por varios minutos. A partir de ese momento, dirigió la inspección de los ambientes restantes de la planta alta. No hubo preguntas que interfirieran con su concentración; sólo una expectante vigilancia por parte del resto del grupo. Terminaron el recorrido en el dormitorio de Victoria, adonde Mariana se inmovilizó largamente delante del retrato de la abuela. A las ocho de la noche bajaron a la cocina para preparar una comida ligera y esperar el relato de la joven. Sin explicitarlo sentían que ese lugar, penetrado por la permanente presencia de Emilia y Luis, era el más confiable de la casa.

lunes, 16 de agosto de 2010

LA HERENCIA - XXIX

Esta vez Goliat fue autorizado a ingresar a la vivienda. Mariana se limpió cuidadosamente las manos y Julián se aseguró de que no quedaran vidrios en los cortes. Emilia trajo el botiquín y lavó con antiséptico las cortaduras dejándolas sin vendaje por no ser muy profundas. Después escuchó el relato de su hija junto a los hombres. Cuando terminó, los rostros de los oyentes denunciaban la preocupación por el incidente.

-¿No me habías prometido que no te alejarías de la casa sola? –reprochó Emilia.

-No fue mi intención, mamá. Salí para asegurarme de que a Goliat no le faltara agua y después lo oí moverse entre los árboles. Además, no aluciné. Lo vi asomarse por la puerta de la cabaña, así que entré a buscarlo porque en su compañía me sentía segura.

La mirada nerviosa de la madre osciló entre los rostros varoniles. Leyó preocupación en los semblantes y, por un momento, la ganó una sensación de desamparo. ¿Qué podrían hacer dos mujeres si sus hombres se mostraban intranquilos? Desechó estos temores cuando se le impuso su rol materno. No podía perderse en ese laberinto de inseguridad si quería proteger a Mariana. Su voz sonó firme cuando urgió al grupo:

-Sentémonos y hablemos de lo que leyó Mariana y de todas las cosas que han pasado en la casa. Por alguna razón estamos dilatando esta charla.

-Sí –asintió Luis.- Supongo que choca con nuestra racionalidad pero no podemos ignorar que las manifestaciones extrañas parecen ser cada vez más peligrosas. Creo que la presencia de Mariana ha desencadenado estos fenómenos y que cada vez se abren más a su comprensión. ¿Estoy equivocado, querida?

La nombrada se tomó un momento para contestar, conciente de la expectación del trío.

-No sé qué experiencia tendré que afrontar para tratar de concluir una historia con cuyo final estoy comprometida. Sé que podría irme y no exponerme y exponerlos –los contempló con desasosiego, pero la firmeza de las miradas devueltas le aseguraron de que no transitaría sola esa prueba- pero siento que tengo una obligación con esta abuela que no conocí y fue capaz de anticiparme antes de que naciera…- terminó con voz temblorosa.

Julián no pudo controlar el impulso de atraerla hacia su pecho. El cuerpo que se abandonó al abrazo lo colmó de una sensación de potencia capaz de desafiar al mismo infierno si así tuviera que salvaguardarla. Acarició la cabeza de la muchacha y depositó un beso en su frente. La separó con desgano

-Quedan tres días hasta el viernes. Opino que debemos movernos por la casa al menos de a dos, especialmente Mariana –dijo con calma.- ¿Están de acuerdo?

-Si quieren conocer mi opinión –acotó Emilia- y aunque contradiga a mi hija, creo que deberíamos marcharnos y deshacernos de este lugar. Lejos de acá las cosas volverían a la normalidad.

-No escuchaste bien lo que dije, mamá –intervino Mariana.- Si antes no quería irme por conocer la casa de mi padre, ahora tengo un compromiso que no quiero eludir.

-¿Y si buscamos una solución intermedia? –Dijo Luis incorporándose.- Tal vez debiéramos alejarnos temporalmente y regresar el viernes.

-¿Y adónde iríamos, si se puede saber? –Preguntó Mariana, molesta.

-A mi casa. Está disponible la habitación de mi madre y hay una de huéspedes –intervino Julián tratando de ser convincente para la muchacha.- Estamos al lado, Mariana, pero distanciados de cualquier anomalía. ¿Por qué correr riesgos innecesarios?

La joven tomó aire. El ofrecimiento le produjo una extraña zozobra. ¿Debía dejar la casa ahora? Una certeza la invadió. Debía consultarlo con su abuela.

-Tengo que ir al baño –declaró- cuando vuelva lo hablaremos.- Y salió de la estancia fuera de la vista de los reunidos.

Subió sigilosamente las escaleras y pasó por su habitación para buscar el colgante. Un impulso la obligó a volverse y tomar la llavecita rescatada del pozo. Luego entró al dormitorio de Victoria. Se paró frente al cuadro y no titubeó en proyectar su pensamiento hacia la imagen de la mujer reclinada:

-Abuela, ¿debo irme de la casa?

Esta vez no hubo modificaciones en la pintura. Sólo una voz resonando en su cabeza:

-No. Debes permanecer aquí para recobrar tu percepción. Se fortalecerá cada momento y se nutrirá con la energía de los que te quieren bien. Evita entre tanto estar a solas. Este cuarto fue el de tu padre hasta que Victoria lo ocupó. Busca los rastros de su pasado. La llave te abrirá la puerta.

-¡Mariana! –el grito y la puerta al abrirse bruscamente, truncaron la conexión con su abuela.

Emilia entró, agitada, seguida por los dos hombres. La tomó de un brazo y la obligó a volverse. La muchacha miró el rostro descompuesto de su madre y sonrió para tranquilizarla.

-Mamá, sólo quería hacerle unas preguntas a la abuela.

-Quiero que me escuches atentamente, Mariana –dijo la mujer sin soltarla.- Estamos expuestos a manifestaciones extraordinarias que se forman a tu alrededor. Leíste una advertencia sobre no estar sola, y lo primero que hacés es ignorarla. ¿Querés matarme de un susto cuando desaparecés sin decir nada?

-Tranquila, mamá. Sólo quería asegurarme si era conveniente alejarme de la casa. Y no lo es. Debo… –se corrigió- Debemos quedarnos aquí. También hay que buscar en esta habitación cosas que pertenecieron a papá.

-¿Qué cosas? –preguntó Julián.

-No sé. La comunicación desapareció cuando entró mamá.

-¿No podés retomarla? – intervino Luis.

-No. Es como si mi cabeza se hubiera vaciado. No perdamos tiempo. Hay que revisar todos los muebles y encontrar el cajón que abre con esta llave –la mostró a los presentes y se dirigió hacia la mesa de luz.

Los demás la imitaron con el resto del mobiliario. Observaron con detenimiento cada espacio hasta que la frustración los ganó. Ninguna cerradura coincidía con el tamaño de la pequeña llave. Emilia repasó el guardarropa apartando cada una de las prendas. Disimulado en el panel lateral, encontró lo que buscaban:

-¡Aquí parece haber una puertita! – señaló.