jueves, 25 de julio de 2013

VIAJE INESPERADO - VII



—¿Ya de vuelta? —fue la acogida de Irma—. ¡Ni siquiera comencé a preparar la cena!
—Calma, nana, que llegó el hada madrina —sonrió Marcos, indicando a Leo con la cabeza por tener los brazos cargados de paquetes.
—¡Trajimos hasta el postre! —dijo la muchacha con entusiasmo.
—Ella insistió, Irma —aclaró el hombre dejando la carga sobre la mesa de la cocina—. No está dispuesta a que la mantenga.
—Leo… —pronunció la mujer con afecto—. Sabés que no era necesario. Aprecio mucho tu compañía.
—Y yo. Más si puedo colaborar.
El gesto de Leonora terminó de completar la imagen que Irma se había hecho de la joven. La gente agradecida no abundaba, y este rasgo poco común la distinguía de otras mujeres que le había conocido a Marcos. Tal vez por eso se alegró de que él hubiera subordinado su deseo de seducirla a conocerla. La relación parecía haberse profundizado entre las horas del mediodía y la noche.
—Sentate, nana, que Leo y yo te vamos a agasajar —ordenó Marcos indicándole una silla.
Los contempló accionar desde su ubicación. La chica daba instrucciones que su compañero cumplía en medio de bromas. Ella terminó de distribuir las viandas en las fuentes bajo la cálida mirada masculina luego de lo cual, y antes de convocar a Irma para ubicarse en la mesa, se ofrendaron una sonrisa de mutua complacencia.
No he sido la nana de Quito si estos dos no terminan en pareja, se dijo la mujer con beneplácito.
—Irma, la mesa está servida —anunció Leonora con un gesto ampuloso.
Fue una cena henchida de sentimientos no expresados en palabras pero sugeridos a través de gestos y miradas. La dueña de casa asistía a la génesis de un vínculo que colmaba sus expectativas más ambiciosas en correlación a la felicidad de Marcos. Se levantaron de la mesa antes de la medianoche y los jóvenes completaron la tarea que se habían asignado: Leonora lavó la vajilla y Marcos la secó; solo consintieron que Irma la guardara para no alterar el orden de su cocina.
—Mañana las paso a buscar a las nueve —advirtió Silva antes de irse. Besó a su aya y señaló su corazón, su boca y su frente para despedirse de Leo.
Cuando Irma regresó después de cerrar la puerta, aún aleteaba la sonrisa en los labios de Leonora.
—¿Querés que tomemos un café antes de acostarnos? —consultó la dueña de casa.
Leo asintió y esperó en la salita. Disfrutaba la compañía de Irma y se preguntó por qué un acto tan simple como beber una infusión en compañía no lo había podido compartir con su mamá. Las confidencias propias de mujeres estaban descartadas en una existencia abocada a la exclusiva atención de las demandas varoniles.
—No hicieron ninguna referencia a la entrevista con el doctor Ávila… —arriesgó su anfitriona.
La joven emergió de su abstracción: —Cuando me acerqué a la cama Camila pareció reconocerme, y Matías me sacó a los tirones como si quisiera ocultar la reacción de ella.
—¿Delante de Quito? —se asombró.
—Que lo puso a un tris de perder su impecable dentadura —rió la chica—. Tu Quito es pendenciero, ¿eh?
—Cuando tiene razón —afirmó.
—Matías nos echó, Irma. Lamento haberlos enfrentado…
—No te apenes porque no son más que conocidos. Marcos es un señor al lado de ese doctorcito con aires de suficiencia.
Leo suspiró y terminó su relato: —Para resumir, el lunes viaja un abogado desde Rosario para intentar que Ávila me permita ver a Camila sin llegar a un litigio.
—Hacete acompañar por Quito —recomendó la mujer.
—Irma… No puedo tenerlo a mi disposición.
—Él lo está… Lo está… —repitió convencida.
La joven, pasando a otra cosa, preguntó: —¿Adónde nos llevará mañana?  
—A la estancia familiar, seguramente. Vas a conocer a don Silva, gran padre y eterno enamorado.
Leonora la miró interrogante.
—Después de Amanda, no volvió a interesarse por otra mujer. Nunca llevó a nadie a la casa —explicó Irma—. Y todavía es un hombre joven. Creo que vivió por su hijo y su trabajo.
—No es común tanta devoción —dijo Leo.
—Te va a gustar. Es un hombre parco pero amable. —Observó que había terminado de tomar el café—: Son más de las doce. ¿Te parece que nos acostemos?
—Sí, Irma. Creo que después de esta jornada vas a tener que salpicarme con agua para despertarme —declaró Leonora estirándose.
—Mejor te mando un príncipe para que te despierte con un beso… —insinuó la mujer con una sonrisa.
Leo respondió a la indirecta con una carcajada mientras se dirigía a su dormitorio. Se despertó a las ocho de la mañana, antes de que Irma la llamara. Se dio un baño rápido y media hora después desayunaban juntas. Poco antes de la llegada de Marcos, revisó su celular. Vio, con inquietud, que tenía la batería agotada. Había olvidado incluir el cargador al rellenar el bolso. Hizo un gesto de fastidio y lo guardó en el bolsillo del pantalón. “Es irrelevante. Solo sirve para comunicarme con Camila”, pensó. La aparición de Marcos la recobró del intento de tristeza que la acometió al recuerdo de su amiga.
—¿Listas para pasar un día de campo? —preguntó el hombre no bien entrar.
Antes de acomodarse en la camioneta, le consultó: —¿Mi auto seguirá en la estación?
—Está guardado en la cochera de Antonio —la tranquilizó.
—Pero… Yo tengo la llave.
—Lo movieron con la grúa de auxilio.
Ella inclinó la cabeza con una sonrisa y se ubicó en el asiento delantero ya que Irma se había sentado en el de atrás. El cielo límpido presagiaba un día caluroso. El trayecto hasta la hacienda insumió quince minutos hasta llegar a la entrada marcada por una tranquera de madera que unía todo el espacio alambrado. Marcos bajó del coche para abrirla y, cuando se volvía, Leo ya se había adueñado del volante. Él, con un gesto risueño, le hizo señas para que entrara el vehículo. Cerró la valla y detuvo el movimiento de la muchacha que volvía a su lugar.
—Seguí manejando. El sendero te lleva hasta la casa —le dijo acomodándose a su lado.
Leo condujo la camioneta por el acceso bordeado de árboles hasta llegar a una explanada adonde se levantaba la construcción de estilo campestre. Con una diestra maniobra la estacionó paralela a la entrada, en la cual aguardaba un sujeto que –ella no dudó- era el padre de Marcos. Se dirigió hacia el vehículo y abrió la puerta ofreciéndole la mano. La chica la aceptó con una sonrisa y se presentó: —¡Hola! Soy Leo.
—Y yo, Arturo. Encantado de conocerte, Leo —expresó.
Irma se acercó seguida de Marcos y saludó a Silva padre, después de lo cual fueron invitados a ingresar a la casona. El amplio salón de entrada estaba amoblado con confort. Sobre una de las paredes se destacaba un hogar a leña presidido por el cuadro de una bella mujer. Tampoco dudó Leonora de su identidad. Dejó el bolso de mano sobre un sillón y se acercó a la pintura. El agraciado rostro trasuntaba un aire de complacencia acorde al tranquilo abandono del cuerpo sobre el sillón donde se reclinaba. El pintor había captado algo más que confianza en sus ojos; en ellos brillaba un resplandor amoroso. Intuyó una presencia a su lado y se volvió para encontrarse con la mirada conmovida del padre de Marcos.
—Vos la pintaste, ¿verdad?
Él sonrió, desandando su recuerdo: —¿Lo adivinaste por la técnica rudimentaria?
—Lejos está de ese calificativo —dijo con entendimiento—. No. Porque mira al artista con amor.
El hombre la miró con aprecio antes de señalar: —Tuvo una gran paciencia ante mis veleidades artísticas. Posó durante tres meses al comienzo del embarazo, porque solo podía dedicarme a pintarla de noche cuando terminaba mi rutina en el campo.
—Es un trabajo digno de ser expuesto —afirmó Leo.
—¿Estudiaste pintura?
—Lo suficiente para apreciar una obra bien ejecutada —garantizó.
Arturo la tomó del brazo y la encaminó hacia donde estaban Irma y Marcos: —Te voy a devolver a la comunidad antes de ganarme la animosidad de mi hijo.
Leonora no pudo contener la risa ante la salida del hombre. Miró a Marcos y pensó que, decididamente, no lo cambiaría por el padre.
—Irma, necesito tu colaboración para agasajar a nuestra invitada —manifestó el estanciero.
—Estoy siempre a su disposición —dijo la mujer como un soldadito.
—Ustedes están libres hasta el mediodía —indicó Silva padre a los jóvenes—. A las doce estará listo el asado.
—¡Magnífico! —exclamó Marcos—. Vamos, Leo. Haremos una caminata antes de que el sol apriete.
La pareja salió bajo la mirada de Arturo e Irma. El primero observó: —¿Estoy suponiendo, Irma, o esta jovencita ha conmovido el corazón de mi muchacho?
—Supone bien, don Arturo. Y me parece que es mutuo.
—Bien, bien —aprobó el hombre—. Porque me gusta.

domingo, 21 de julio de 2013

VIAJE INESPERADO - VI



Marcos se acomodó frente al volante y, antes de partir, le dirigió una sonrisa a Leonora. Ella suspiró y se apoyó contra el respaldo, ganada por la ansiedad de ver a su amiga. Silva no perturbó con palabras los pensamientos de la joven. Se apearon enfrente del sanatorio y, juntos, ascendieron la escalinata que conducía a la entrada. Al abrirse las puertas, el guardia hizo un gesto de desconcierto al reconocer a la muchacha.
—Hola, Luis —saludó Marcos con familiaridad—. Anunciame al doctor Ávila.
—Sí, señor Silva —el tono denotaba respeto.
—De haber venido sola, me hubiera puesto de patitas en la calle —observó Leo mientras el uniformado se alejaba.
—Estás muy susceptible —arriesgó Marcos.
Ella hizo un gesto de porfía: —Viste como vaciló al verme. No me paró porque estaba con vos.
Matías avanzaba por el corredor escoltado por el guardia. Lo esperaron en silencio.
—¡Marcos! ¿A qué se debe tu inédita visita? —exclamó tendiéndole la mano—. Veo que ya conocés a Leonora —añadió al saludarla.
—Hola, Matías —dijo la chica—. Me gustaría ver a Camila.
—Creí que habíamos llegado a un acuerdo…
—No haré nada que altere su descanso. Solo quiero verla.
El médico contuvo su contrariedad. Se preguntaba cómo la joven se había puesto en contacto con Silva. Él era demasiado poderoso como para desairar a la muchacha que acompañaba. No obstante, previno: —Su condición no ha variado.
—Solo quiero verla —repitió Leonora empecinada.
—Síganme —se sometió a la demanda.
Luis también formó parte de la comitiva. Matías reprodujo con las llaves el ritual del día anterior. Abonada por la presencia de Marcos, Leo se arrimó a la cama de su amiga. Tenía los párpados entornados y le pareció que procuraba abrirlos cuando ella se inclinó a mirarla. También percibió un suave quejido que atribuyó a un intento de comunicación. Una mano ruda atenazó su brazo y la arrastró hacia la salida.
—¡Te pedí que no te acercaras! —barbotó el médico, alterado, mientras cerraba la puerta.
—¡Un momento, Matías! No es necesario ser tan descortés —intervino Marcos disgustado por el trato desconsiderado hacia la muchacha.
—Hablemos abajo —lo interrumpió.
Silva apretó los labios y tomó a Leonora del brazo con suavidad para ingresar al ascensor. Matías rompió el tenso silencio en la planta baja: —Vayamos a mi despacho —dispuso, despidiendo al guardia con un gesto.
Los precedió hasta un consultorio ubicado después de la primera puerta que accedía al pasillo. Se ubicó detrás del escritorio y los invitó a sentarse en los sillones opuestos.
—Lamento mi reacción —se dirigió a Leo—, pero creí que quedaba clara la consigna de no interferir.
—¡Ella trató de comunicarse conmigo! Intentaba decirme algo cuando me apartaste —exclamó acusadora.
—Son figuraciones. Camila no está en condiciones de coordinar y tu intervención podría retardar su recuperación.
—Sin ánimo de molestarte —dijo la chica con decisión—, quiero que Cami sea evaluada por otro médico.
Las facciones de Matías se demudaron: —No sé que pretendés, pero debo recordarte que Camila es mi paciente y vos no tenés autoridad para exigir cambios en su tratamiento.
Marcos, que asistía al diálogo sin intervenir, se inmiscuyó al ver el gesto desalentado de la joven: —Matías, pienso que la propuesta de Leonora no tiene nada de agraviante. Como experto en salud mental debieras aportarle la tranquilidad que requiere. Entiendo que es una práctica común solicitar otras opiniones.
—Te lo voy a explicar, Marcos —pronunció el médico molesto—. Las consultas se hacen a pedido de los familiares cuando dudan del diagnóstico profesional, que no es éste el caso. No sé la relación que has entablado con esta mujer, pero no permitiré que tu calentura estorbe el proceso terapéutico.
Leonora quedó muda por la indignación y Marcos saltó del asiento con una expresión de amenaza.
—¡No te voy a permitir esa grosería! —garantizó, inclinándose sobre el rostro sobresaltado del siquiatra.
Como si hubiera sido invocado, el guardia entró al consultorio. Silva se enderezó al escuchar que se abría la puerta. Luis, confundido, deambulaba los ojos entre la cara de su jefe y la del estanciero. Marcos le dijo con calma: —Podés irte. El doctor Ávila no sufrirá ningún menoscabo.
El empleado desapareció. Silva le notificó a Matías: —La próxima vez que la ofendas, te quedás sin dientes.
El medico se levantó y pronunció con voz temblorosa: —Es mejor que no vuelvan por acá. No serán bien recibidos.
Leo detuvo el avance de Marcos sobre Matías: —¡Vamos! ¡Por favor, Marcos…! —rogó.
Él salió con brusquedad. Ella lo siguió hasta la calle adonde lo tomó del brazo. Marcos se plantó y le dijo relajado: —Quería mandarle un paciente a Horacio.
—Supongo que será el dentista —arriesgó Leonora.
—Linda y avispada —reconoció el hombre con una sonrisa. Recuperó la seriedad e indicó—: Me parece que tenemos mucho que charlar.
—Sí. ¿Adónde vamos?
—A la estación.
Saludaron a Mario y ocuparon una mesa arrinconada contra una esquina. El muchacho les alcanzó café y se alejó.
—Me apena que te hayas enfrentado con Matías por mi culpa —principió Leo.
—No debió zafarse —declaró Marcos—. Quiero que me cuentes qué te conmovió al acercarte a tu amiga.
—¡Me reconoció, Marcos! Y trató de hablarme. Estoy segura de que si me dejaran cuidarla volvería a la realidad.
—No vamos a poder entrar sin una orden judicial —adelantó él—. Voy a llamar a mi abogado para que vea qué puede hacer.
—No hace falta. Soy abogada y me pondré en contacto con el estudio adonde trabajo. Como conviviente, puedo solicitar un habeas corpus para verla. No sé si puedo pasar sobre los parientes para requerir una junta médica. ¿Por qué esa hostilidad por parte de su familia? —dijo dolorida.
Marcos se moría por consolarla. Quería concentrarse en el problema de Leonora y solo imaginaba tenerla en sus brazos para borrarle a fuerza de besos y caricias su pesadumbre. A fin de cuentas Matías resumió bien mi participación. La calentura me nubla el raciocinio. No puedo pensar más que en tenerla. Y ella necesita una mano que no sea para acariciarla. Despacio, Marcos, o saldrá de estampida.
—Allá hay una cabina telefónica. Voy a comunicarme con el estudio —avisó la chica interrumpiendo su controversia interna.
Regresó quince minutos después y le resumió la conversación: —Mis colegas me aconsejan usar los servicios de un mediador, creen que será más efectivo que un enfrentamiento judicial. El lunes estaría viajando el doctor Sánchez, muy reconocido en el ambiente por sus intervenciones exitosas.
—Voy a tener que contenerte la ansiedad —consideró el hombre con una sonrisa.
—Tarea ímproba —expresó Leo melancólica.
Chiquita, si me dejaras, te olvidarías del mundo.
—Contame que hacés —solicitó Leonora—. Por tu tiempo libre, diría que sos un desocupado.
Él soltó una carcajada. Después contestó: —Exploto algunos terrenos y los controlamos entre mi padre y yo. Esta semana le toca al viejo. Pero más me interesa saber de tu vida en la ciudad. Aquí todo es muy rutinario.
Cuando se levantaron para volver a casa de Irma, aún persistía la magia del momento en que se recrearon el uno para el otro. Leonora aquietó su mente angustiada y Marcos la atesoró, definitivamente, en el profundo abismo de su deseo.

domingo, 14 de julio de 2013

VIAJE INESPERADO - V



Marcos se comunicó con Irma a las diez de la mañana. Ambos acordaron en no perturbar el sueño de Leonora y en reunirse al mediodía para almorzar. La joven apareció en la cocina a las once y media.
—¡Me quedé dormida! Quería visitar a Cami por la mañana —se lamentó.
—Te hacía falta un buen descanso —dijo Irma ofreciéndole una taza de café con leche.
—Tengo que informar la cancelación del viaje a la agencia de turismo —recordó Leonora; manipuló el celular y envió el mensaje. Después le confió a la mujer—: Ahora que vuelve a funcionar mi cabeza planeo pedir una consulta con otros médicos. ¿Creés que su familia se opondrá?
—Me temo que sí. Supondría una ofensa para el doctor Ávila.
—¡Es que no puedo aceptar que la haya afectado la muerte de su tío! Algo más debió ocurrir. Ella misma me dijo que venía por una cuestión de urbanidad y yo le creo —insistió.
—¿Por qué no lo hablás con Marcos? Él conoce a Matías y podrá orientarte mejor que yo.
—A propósito de Marcos… —observó con un mohín de decepción— se olvidó de que me alcanzaría hasta mi auto.
—Llamó a las diez y pensamos que era mejor dejarte reposar. Es hombre de palabra, Leonora —acentuó la mujer.
La joven murmuró una disculpa: —Perdoname… y me podés decir Leo si te gustan los nombres cortos —ofreció a modo de desagravio.
Irma lamentó su exabrupto: —Perdoname vos, Leo. Es que soy una quisquillosa cuando se trata de mi muchacho.
—Ya me dí cuenta —rió Leonora—. ¿Hay manera de ubicarlo?
—En una hora viene a comer con nosotras. Voy a terminar de preparar el almuerzo. Si querés entretenerte, en la sala hay un televisor.
—¡De ninguna manera! Te ayudo —manifestó.
—Bueno. Podrías preparar una ensalada —sugirió Irma—. En la heladera hay verduras limpias y la combinación la dejo a tu criterio.
—¡A mi juego me llamaron! —exclamó Leo animada—. Lo que quiera, ¿eh?
—¡Sí! —ratificó la mujer, risueña.
La muchacha acomodó sobre una tabla verduras, frutas, queso, nueces y aceitunas. Cortó, combinó sobre una fuente y eligió los ingredientes para aderezarla antes de servir. Miró su creación satisfecha.
—Me dejé llevar por la inspiración —le dijo a Irma que se acercó a curiosear—. Espero que les guste el entrevero.
—Se ve tentador, aunque mi conocimiento de las ensaladas sea más tradicional —opinó la mujer.
Leonora asintió con una inclinación de cabeza. Después encaró el asunto de su alojamiento: —Todavía no conversamos el costo de mi estadía —señaló.
—¡Ni se te ocurra! Sería como si le quisiera cobrar a Marquito.
—Tu Marquito tiene todo el derecho, pero yo hasta ayer ni siquiera lo conocía —protestó la muchacha.
—A quienquiera que traiga, es como si fuera él —dijo Irma concluyente.
—¿Y te suele traer muchas invitadas? —inquirió la joven burlona.
—Para que sepas… —el timbre abortó la respuesta de la mujer—. ¿Atenderías la puerta? —mudó con gesto travieso.
Leonora se alejó riendo. Le duraba la sonrisa cuando se encaró con Silva. Él la evaluó con una expresión de tanto deleite que la hizo sonrojar. Recuperada de la impresión sufrida por los sucesos del día anterior, tomó conciencia de la presencia masculina y se dejó llevar por las emociones que le provocaba. La intensidad del momento los arrojó a una dimensión habitada sólo por ellos. Leo no se resistió a la primitiva atracción que el hombre le despertaba, extrañamente asociada a una sensación de seguridad. Marcos se dejó impregnar por la renovada imagen de la joven. Si ayer le había estimulado el instinto protector, hoy lo abatió una ola de profunda sensualidad. La imaginó en sus brazos y deseó besar esos labios curvados en una sonrisa inefable. Ella se inquietó como si hubiera captado su anhelo y emergió de su inmovilidad.
—Hola —saludó con un hilo de voz.
—Hola —repitió él en tono grave—. Se te ve recuperada —agregó más distendido.
—Así me siento. Gracias —se hizo a un lado para que pasara y cerró la puerta.
Lo siguió hasta la cocina adonde él saludó a Irma y metió en el freezer el paquete que llevaba.
—Helado —aclaró con una sonrisa.
Lo degustaron en la salita después del almuerzo, en cuyo transcurso la ensalada de Leo fue elogiada y consumida. Irma se complacía observando la interacción entre los jóvenes, que evidenciaba el innegable interés de Marcos y la cauta aceptación de Leonora. En medio de la charla amena, la realidad irrumpió ante la mención de la muerte de Nicanor. El semblante de la muchacha se opacó al evocar a Camila y se reprochó haber olvidado, por una personal atracción, la crítica situación de su amiga.
—Marcos —su voz denotaba urgencia—, tengo que ver a Cami y proponerle a Matías una inter consulta.
Silva demoró en responder. Irma se intranquilizó, pensando que el pedido de Leo lo había contrariado.
—Leonora —dijo él al cabo—, no me queda claro la razón de otras consultas.
—Porque su primo da por sentado que el estado de Camila se debe a la muerte del tío y la trata bajo ese diagnóstico. Yo digo que la crisis se desató por otra causa.
—Sabés que ese pedido podría molestarlo…
—Sí —asintió la chica con gravedad—. Por eso necesito tu intermediación.
Él escrutó los ojos femeninos que sostuvieron su mirada en franco reclamo de auxilio. La ansiedad le entreabría los labios, particularidad que desarticuló cualquier intento de negativa por parte del hombre que alucinaba con besarla. Moderó su excitación y transigió: —Vayamos a la clínica.
El rostro de Leonora se iluminó. Aferró el brazo de Marcos y le expresó su reconocimiento: —¡Gracias! ¡No sabés cómo me alivia tu ayuda!
—Lo que vos debés saber —dijo él con voz contenida— es que si me seguís tocando te voy a cobrar la ayuda con un beso.
Leo emitió una risita sorprendida. Sin soltarle el brazo levantó la cabeza y rozó con sus labios la mejilla masculina fingiendo ignorar la vibración que lo sacudió.
—¡Te lo merecés! —afirmó al varón apabullado—. ¿Vamos? —se volvió para saludar a Irma y salió a la calle.
—¿Vas a quedarte toda la tarde con la boca abierta? —lo regañó la mujer.
—Si esta noche no la traigo, no te alarmes —le advirtió amagando la retirada.
—¡Quito…! —moduló escandalizada.
—¡Era una broma, nana…! —la abrazó—. Seré todo un caballero. Aunque ganas no me faltan de llevármela conmigo… —le susurró antes de cerrar la puerta tras él.
Irma se cruzó de brazos. Conociendo el temperamento del hombre no estaba muy segura de su moderación. “Bueno, la chica es una adulta. El desenlace depende de ella”, se dijo.

miércoles, 10 de julio de 2013

VIAJE INESPERADO - IV



¿Qué hago respondiendo a un estímulo como los perros de Pavlov? No me reconozco. Creí que había olvidado el incidente del mini súper, pero el aviso de Mario me llenó de excitación. Veamos que puedo hacer por la niña triste.
Marcos dejó el auto a un costado de la playa de estacionamiento y entró al negocio. Mario lo recibió con una sonrisa aliviada. Le preguntó: —¿Le sirvo algo, señor Silva?
—Un café.
La contempló mientras esperaba. Un aura de melancolía impregnaba sus facciones. Tenía una expresión tan vulnerable que entendió el llamado del muchacho. Daban ganas de abrazarla para transmitirle la seguridad que pedía a gritos.
—Aquí tiene, señor.
Se volvió hacia Mario y le agradeció. Sin hesitar, caminó hasta la mesa que ocupaba Leonora.
—¿Puedo sentarme?
Ella lo miró extrañada y dejó errar la vista sobre las mesas vacías.
—Es que no me gusta beber solo —aclaró el hombre esperando la autorización.
Leonora se encogió de hombros y consintió con un gesto.
—Mi nombre es Marcos Silva —se presentó.
—Leonora Castro… —murmuró.
—Esta mañana nos chocamos —recordó él mientras se acomodaba.
—Me disculpé, ¿verdad? —preguntó dudosa.
Él dejó escapar una risa baja antes de responder: —Con holgura —la observó con atención, sin incomodarla—. ¿Estás visitando a alguien del pueblo?
—¿Vos vivís aquí? —respondió con una pregunta.
Marcos se reclinó sobre el respaldo del asiento y contestó: —Así es.
—¿Desde cuándo?
—Siempre.
—¿Conocés al doctor Ávila? —la ansiedad iluminaba sus pupilas.
Una conquista más del matasanos. No debería sorprenderme.
—En efecto —reconoció, sin que se advirtiera su lapso de disquisición.
—¿Es un buen profesional?
—Hasta donde sé, lo es —manifestó intrigado.
—¿Conociste a Camila?
Silva percibió que no era un interés romántico lo que perseguía la chica con la interpelación. El bienestar que sintió ante esta comprensión lo asombró.
—La veía cuando frecuentaba la casa de Matías. Se fue hace años.
—Sí. A Rosario. Y nos hicimos amigas y compartimos la vivienda y mañana nos íbamos de vacaciones al sur —enumeró sin solución de continuidad.
—Dijiste “nos íbamos”… —observó Marcos.
—Camila sufrió una crisis por la muerte de su tío Nicanor y está internada en la clínica —dijo Leo cabizbaja.
—Ahora entiendo tus preguntas —señaló Silva—. Me arriesgo a decir que está en buenas manos. Matías es un siquiatra reconocido y, por lo demás, es parte de su familia —inclinó la cabeza y aventuró, reflexivo—: Es tarde para volver a Rosario. ¿Cuáles son tus planes?
—Ya fui a Rosario a buscar algo de ropa para quedarme unos días.
—A ver… ¿Viajaste esta mañana y a la tarde fuiste y volviste? Debés estar cansada —alegó.
—Mario me dijo que la señora Irma podía darme alojamiento.
—¡La buena de Irma…! —sonrió Marcos—. Sí. De seguro no tendrá inconveniente. ¿Querés que te acompañe ahora?
—No es necesario. Mario dijo que él me llevaría.
Él sonrió para sus adentros. Ninguna otra mujer lo hubiera relegado por el muchacho. Aunque de esta jovencita nada lo sorprendía.
—Te voy a llevar yo. Irma está emparentada conmigo —explicó—. ¿Vas a comer ese sándwich?
—No. Se enfrió.
—Vayamos, entonces.
Se acercaron a la caja adonde Leo pagó su consumición y Marcos le notificó a Mario que él se ocuparía de la chica. Caminó detrás de ella admirado de la fortaleza que demostraba en contraste con su frágil continente.
—Allí tengo el auto —le indicó al llegar a la calle.
—Te llevo en el mío, Leonora, y mañana te paso a buscar para que lo retires y busques una cochera en el vecindario de Irma. No conviene dejarlo en la calle.
Leo retiró sus pertenencias y subió al coche de Marcos. Él se percató, al acomodarse al volante, de cuán menuda se veía al lado de su cuerpo, y un espontáneo anhelo de protegerla lo desbordó. Tomó el celular, se aseguró de que Irma estuviese en su casa y arrancó. Viajaron en silencio, la joven luchando contra la creciente fatiga y el hombre elaborando las consecuencias de su intervención. El recorrido fue corto. Silva cargó el bolso de Leonora y la escoltó hasta la casa adonde se alojaría. Una mujer entrada en años abrió la puerta y le tendió los brazos a Marcos.
—¡Quito! ¡Qué alegría verte, querido! —exclamó con alegría.
Él, riendo, la apretó con fuerza y le plantó un sonoro beso en la mejilla. Al separarse, le presentó a la muchacha: —Irma, ella es Leonora y espero que la albergues en tu casa.
—¡Cómo si fueras vos! —dijo la mujer con devoción. Se hizo a un lado e invitó—: ¡Pasen, pasen…!
Ingresaron a una salita amueblada con sillones de aspecto confortable, en uno de los cuales Marcos depositó el bolso. Se dirigió a Leo: —Te dejo en buenas manos. Espero que descanses y mañana te paso a buscar.
—No sé cómo agradecer todas tus atenciones —declaró ella conmovida.
—Ya pensaré en algo —le advirtió con una sonrisa. Después le solicitó a la dueña de casa—: ¿Me acompañás?
En cuanto llegaron a la puerta, Irma le demandó: —Ahora me vas a decir que relación tenés con esta niña bonita que tan escondida tenías.
—No delires, nana, que recién hoy la conocí —replicó—. Tratá de que coma algo antes de que se vaya a acostar. Por lo que deduzco, debe estar en ayunas.
—Presumo que no es una conquista cualquiera, porque en tal caso terminaría en tu departamento —discurrió la mujer.
—No te apures, que yo mismo desconozco lo que me atrae de ella. Tal vez, de mujer a mujer, averigües algo de su vida… —insinuó.
—Mmm… bandido. Tanta cautela me dice que no querés meter la pata con esta chica. Te gusta, ¿eh?
—Desde que la vi, nana. ¿Me creés?
—Como si te conociera —bromeó Irma, que lo había cuidado durante la larga enfermedad de su madre—. Espero que sientes cabeza, muchacho. Me moriré más tranquila si te dejo en compañía de una mujer y varios críos.
Marcos la abrazó y aún se reía cuando subió al auto. Irma entró a la casa y encontró a Leonora parada en medio de la habitación.
—¡Qué descortés de mi parte, querida! ¡Yo demorada y vos de pie! Vení a la cocina, por favor. Querrás comer algo.
—En realidad, lo único que quiero es dormir —adujo Leo.
—Una sopa caliente impedirá que se interrumpa tu descanso —arguyó la mujer con autoridad—. En media hora estarás en la cama.
Leonora, resignada, la siguió hasta la cocina. La hizo sentar a una mesa pequeña cubierta con un mantel rayado en colores, y poco después colocó delante de ella un tazón humeante. El aroma que desprendía era tan gustoso como el sabor. El consomé le recuperó el ánimo y aceptó otra porción que le ofreció la mujer.
—Gracias, Irma —le dijo después de acabar el segundo plato—. Estaba deliciosa. Me siento como si me hubieran inyectado un estimulante.
—Lo mismo decía Quito cuando volvía de los entrenamientos —afirmó con una sonrisa.
—¿Quito?
—¡Ah, sí, querida! De Marquito. Me hacía renegar tanto cuando era chico, que le abrevié el nombre para no cansarme.
—Me dijo que eran parientes —comentó Leo.
—Para mí, es como un hijo. Tuvo la desgracia de que su mamá enfermara apenas lo destetó, y yo fui contratada para cuidarlo. Amanda nunca se recuperó y falleció cuando él tenía doce años. Después que creció, me quedé en la casa para las tareas domésticas, y cuando se hizo cargo de la hacienda me regaló esta casa y me obligó a jubilarme. Me visita cada semana y cuida de que no me falte nada. Es un hombre cariñoso y agradecido, muchacha. Además de buen mozo, ¿verdad? —la afirmación requería una respuesta.
Leonora declaró cordialmente: —en otro momento me lo hubieras vendido, Irma. Pero hoy toda mi energía afectiva está con mi amiga enferma.
A instancia de la mujer, revivió los sucesos de los últimos días. Cuando terminó, su rostro se había ensombrecido. Irma se acercó para abrazarla: —¡Ay, niña! Yo conocí a la madre y a la abuela de Camila. Si las dos hicieron una vida bastante normal, es seguro que ella saldrá de la crisis —la confortó—. Ahora te mostraré tu habitación para que te acomodes.
Leonora asintió y buscó el bolso. Se duchó en el baño que estaba entre los dos dormitorios y poco después, ganada por el cansancio, se durmió.

domingo, 7 de julio de 2013

VIAJE INESPERADO - III



Leonora recorrió las diez cuadras tratando de adaptarse a la nueva realidad. El soñado viaje de placer se había transformado en una pesadilla. El viaje… Sospecho que está perdido, pensó.
Avistó el edificio de la clínica que ocupaba más de media manzana. Estaba enclavado en medio de un abigarrado jardín cuyo verde destacaba el blanco de la estructura. Subió la escalinata central hasta la puerta automática que se deslizó a su paso. Un guardia de seguridad la atajó a la entrada.
—¿Señorita…?
—Busco al doctor Ávila.
—En este momento está recorriendo los pabellones. Si me da su nombre la anunciaré.
—Dígale que soy Leonora Castro, amiga de Camila.
—Tome asiento, por favor —indicó de modo amable y se alejó por los brillosos pasillos.
Regresó, para el sentir de la joven, después de una eternidad.
—El doctor la atenderá en media hora —la previno.
—Está bien. Gracias —le respondió ocultando su ansiedad.
El hombre no se movió. Esbozó una sonrisa como invitando a un diálogo. Ella le respondió por reflejo antes de que él dijera: —Usted es nueva por aquí. ¿Hace mucho que se mudó?
—No. No vivo aquí —arriesgó una aclaración con la esperanza de obtener alguna pista—: estoy buscando a una amiga, Camila Ávila. Me informaron que está internada aquí.
—No sé decirle, señorita —vaciló el guardia—. Yo solo custodio la puerta.
Un timbre agudo suspendió la charla. El hombre atendió el celular y se retiró con una disculpa. Una hora después el médico se presentó ante una Leonora casi desquiciada por la espera. Lo vio desde lejos y le impresionó casi tan joven como ella. Vestía el tradicional guardapolvo blanco y caminaba con elegancia. Al acortar la distancia calibró que tenía varios años más, lo que no le restaba atractivo. Como la sonrisa, que hizo ostensible al tenderle la mano.
—¿Leonora, verdad? —articuló en medio del firme apretón.
—Doctor Ávila… —deslizó la muchacha.
—Matías, para vos. Me dijo Luis que sos amiga de Camila.
—Sí. Y como no tuve noticias de ella, vine a buscarla. Nos íbamos de viaje mañana —aclaró como una disculpa.
Él la miró casi piadosamente. Se tomó tiempo para decirle: —Lamento darte esta noticia. Camila entró en crisis apenas la recogí en la estación.
—¡Me escribió desde el velatorio diciéndome que había llegado bien y que estaban por trasladar el féretro a la bóveda familiar…! —exclamó Leo, alterada.
—Ese era el plan —precisó el médico—, pero tuve que traerla hasta aquí para tranquilizarla.
—¡Quiero verla! —exigió la joven.
—Hoy no, Leonora —negó Matías con firmeza—. Está sedada y pretendo que nada altere su descanso. Supongo que querrás que Camila se recupere cuanto antes. Te aconsejaría que vuelvas a Rosario y esperes a que me comunique con vos. Es muy probable que puedas visitarla antes del próximo fin de semana.
—¿Qué? —casi gritó Leo—. ¡Quiero verla cuanto antes, aunque sea dormida!
—Entiendo tu preocupación, pero yo soy su pariente más cercano y mi especialidad me avala para atenderla —puntualizó con frialdad—. Tengo tu teléfono y serás notificada del momento apropiado para verla.
—¡Por favor…! —rogó la muchacha al borde del llanto—, ¡un segundo nomás! ¡Lo suficiente para comprobar que alienta!
El médico la miró consternado. ¿Suponía que estaba muerta? Quiso ahorrarse problemas: —Está bien —accedió—. Con una condición: una mirada sin perturbar su reposo.
—¡Te lo prometo! —prorrumpió Leo dispuesta a jurar cualquier cosa.
Lo siguió hasta el ascensor al que ingresaron en compañía del guardia. Al llegar al tercer piso, el médico abrió la gruesa reja con una llave. Hizo lo mismo frente a una habitación identificada con el número treinta y tres. Antes de franquearla le recordó, con la mirada, su compromiso de no interferir. Ella hizo un gesto de aquiescencia y lo secundó. Matías se apartó para que pudiese ver la cama adonde yacía su amiga. Ahogó una exclamación de pena ante la pálida durmiente, tan lejana su imagen de la vivaz amiga que había despedido el jueves a la mañana. Una botella de suero estaba conectada a uno de sus brazos amarrados y, para su alivio, porque desde la distancia no podía asegurar que respiraba, el monitor de control de los signos vitales mostraba actividad. El facultativo presionó su brazo con suavidad para indicarle que salieran. Caminó detrás de él como sonámbula. Recién al llegar a la planta baja, preguntó temerosa: —¿se repondrá?
—Es lo que espero —dijo él, consolador—. Pondré todo mi empeño en ello.
—¿Por qué la tienen atada?
—Para evitar que se haga daño a sí misma si despierta presa del delirio —hizo una pausa—. Ahora que la viste, podrás esperar noticias en tu casa.
Leonora no respondió. Se dijo que no valía la pena iniciar ninguna discusión. Se sentía como si le hubiera pasado una aplanadora por encima. Antes de tomar alguna decisión, debía ordenar sus pensamientos.
—Gracias Matías —manifestó sin comprometerse—. Estaré pendiente.
Pisó la vereda del sanatorio y aspiró una bocanada de aire como si el ambiente que acababa de abandonar estuviera contaminado. El reloj indicaba la una de la tarde. Bajo un impulso irracional, se lanzó a la ruta camino a Rosario. En su departamento, cargó un bolso con ropa, artículos de higiene personal y la tablet, y a las siete de la tarde estaba de regreso en Vado Seco. Se detuvo en la estación de servicio, lugar confiable por instinto. Antes de ocupar una mesa, solicitó información al joven encargado: —¿Conocés algún hotel para alojarme unos días?
—Aquí no hay hoteles, pero podría hablar con doña Irma —le dijo—. Estoy seguro de que te recibirá. Si esperás a que venga mi papá a reemplazarme, te acompaño.
—Está bien. Ahora quiero un café y un tostado —le pidió.
—Sentate que cuando esté listo te lo alcanzo.
—Gracias —se estaba yendo y se volvió—. Yo soy Leo. ¿Cuál es tu nombre?
—Mario —sonrió el muchacho.
—Gracias, Mario. Has sido muy amable conmigo —retribuyó la sonrisa y se alejó hacia la mesa.
El chico, eufórico, se abocó a preparar el pedido. La escasa afluencia de clientes le permitió observar a la joven que mordisqueó sin ganas el sándwich para dejarlo en el plato. Mientras bebía el café, se pasó el dorso de la mano por la mejilla.
¿Está llorando? De buena gana la consolaría. Pero me va a sacar corriendo. ¿Quién soy yo para meterme? Seguro que Silva se animaría. ¿Y si lo llamo? Para informarle, nomás.
Sacó la agenda de su padre del cajón del mostrador y buscó el celular del hombre.
—¿Qué pasa, Antonio? —indagó Marcos reconociendo el teléfono del dueño del local.
—Soy Mario, señor Silva. Quería decirle que la chica volvió —susurró como si ella pudiera oírlo.
—¡Ah…! ¿Y qué te parece que puedo hacer?
—No sé. Pero me parece que recibió una mala noticia. Se la ve muy triste… —explicó, arrepentido de su audacia.
—Está bien, Mario. Dejalo por mi cuenta —lo tranquilizó, al notar el tono contrito del joven.
Se levantó y anunció al grupo de amigos con los que estaba reunido: —me voy muchachos —sacó un billete y lo dejó sobre la mesa del bar.
—¡Eh…! ¡Que me dejás rengo para el torneo de billar! —protestó Jorge—. ¿Qué catástrofe te reclama?
—Lo lamento, viejo. Me necesitan. Dejemos el torneo para la próxima —replicó mientras salía.